Tic tac



   Venía por Mitre y doblé en el pasaje Rivarola. A mano izquierda una vidriera llamó mi atención: exhibía una lluvia de relojes pendientes de cadenas plateadas, fijadas al techo. Ocupaban toda la vidriera, y se perdían hacia el fondo del negocio. En su mayoría eran viejos relojes de bolsillo, con lunas amarillas por donde ya no corrían las agujas. Decidí entrar. El relojero no me prestó atención, ocupado en ensamblar las finísimas maquinarias dispersas sobre su mesa de trabajo, y volver a hacer de ellas un mecanismo funcional. Tenía calzado un monóculo de alto aumento, y trabajaba con una lentitud asombrosa. Debía tener más de cien años.
-Buen día –saludé, para no permanecer en infracción dentro de su negocio.
   El hombre parecía más allá del bien y del mal; no tenía miedo por su mercadería, ni por su seguridad. ¿Y qué podía temer a su edad? De pronto me sentí muy tranquilo, mis precauciones formales eran absurdas. Recordé que mi mujer había heredado de su abuelo un reloj de bolsillo con las iniciales grabadas, tal vez aquí pudiesen repararlo. No me apuré a preguntar nada, sin embargo, contagiado por la parsimonia del viejo. En lugar de eso, me puse a leer los nombres grabados en las tapas cromadas de los relojes, que identificaban a sus propietarios difuntos: Santiago Derqui, Miguel Juárez Celman, José Evaristo Uriburu… ¡un momento! Esos eran nombres de presidentes argentinos. ¿Cómo habían llegado sus relojes acá? Volteé otras tapas y leí: Edelmiro Farrell… Carlos Pellegrini… Bartolomé Mitre… Julio Argentino Roca… Roberto Levingston… Leopoldo Fortunato Galtieri… Manuel Quintana… Domingo Faustino Sarmiento… María Estela Martínez… ¡Bernardino Rivadavia!
   Lancé al viejo una mirada de interrogación, pero él seguía imperturbable en su tarea. ¿Era un mitómano? ¿Había grabado nombres de presidentes sobre unos relojes cualquiera? Sin embargo, las manchas de óxido sobre las letras del nombre Rivadavia eran bien visibles, así como las de Mitre o Derqui…también los modelos eran diferentes, denotando el paso de los siglos.
-Los relojes se paran cuando el dueño muere.
   La voz del viejo me sobresaltó, ya no esperaba oírlo hablar. Efectivamente, todos los relojes marcaban una hora distinta ¿correspondía a la muerte de cada presidente? No tenía cómo comprobarlo. En cambio, vi que algunos relojes funcionaban, esos no tenían nombre alguno grabado. Una sospecha nació en mi mente… en la lógica intemporal de este lugar, debían corresponder a los presidentes futuros, cuya hora aún no había sonado. Yo estaba en medio de dos grupos: a mi izquierda los relojes detenidos, a mi derecha los relojes en marcha. Estos últimos eran muchos, pero no tantos como uno supondría al soñar el destino grandioso del país. De hecho, me pareció que el número de relojes en marcha era menor al de relojes detenidos.
   El anciano se olvidó de mí y volvió a su trabajo. Yo no había hecho ninguna pregunta: di media vuelta y abandoné el local, latiendo de nuevo al ritmo de la calle.
















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