Era de noche, y yo deambulaba perdido por Palma de Mallorca. Me detuve
frente a un portal coronado por un escudo con una cruz y tres estrellas, bajo
el cual se leía: “Monasterio de Santa Teresa de Jesús”. Y en otro cartel, junto
a la puerta: “Carmelitas Descalzas. Fundación 1617”. Vaya, me dije, dentro de
poco esto cumple cuatrocientos años… ya debe ser una reliquia abandonada. Doblé
la esquina y vi la siniestra pared del monasterio con sus ventanas cuadradas
custodiadas por rejas, y una malla negra detrás. Las monjas ni siquiera podían
asomar el rostro al exterior, esa era la idea. No debió ser un lugar agradable
para vivir.
Desde enfrente llegaba el murmullo de un restaurante concurrido. Cómo
cambian las épocas, pensé. Ayer sólo, esto era un lugar de recogimiento, y
ahora… en esto vi llegar por la acera una mujer desaliñada, arrastrando un
changuito. Llegó hasta una puerta lateral, abrió con su llave y entró. Yo quedé
un poco sorprendido, pues suponía deshabitado el monasterio. Debe ser la
portera, eso es. Los monumentos históricos no pueden quedar vacíos, a merced
del tiempo. Volví a la otra calle, para admirar el frontis de la iglesia. Sólo
se ve la parte superior, asomando tras el muro que cierra el patio. Suficiente,
sin embargo, para apreciar el relieve sobre el pórtico, consistente en dos
sirenas aladas sosteniendo un escudo y una corona.
Raro, dos sirenas sobre el frontis de la iglesia… tal vez son ángeles
estilizados, aunque no puede saberse, porque los brazos les ocultan el pecho.
Bueno, tampoco estarían fuera de lugar las sirenas, son incogibles como las
monjas… en eso volvió a salir la portera con su changuito, cerró con llave y se
fue. Ni el menor asomo de arreglo personal. Pelo desgreñado, ropa fea sin
atenuantes. Me pregunté si había alguien más adentro. Yo venía de Ibiza, donde
las turistas van desnudas, o casi, y no podía creer que alguien se recluyese
aquí de por vida. Pero había nacido en mí una sospecha, y me negaba a abandonar
esa esquina hasta satisfacer mi curiosidad. ¿Había allí mujeres viviendo fuera
de nuestra época? Vamos… no es posible. Me fijé en el terrado, donde asomaban
dos ventanas laterales, a estas las habían cerrado con rejas oblicuas, como
jaulas para gorilas. Pero no se veía luz adentro. Lógico. Traté de entender la
mentalidad de aquellos tiempos en que las novicias vivían prisioneras de una
moral opresiva. ¿Para qué tanta seguridad, si la reclusión era voluntaria? El
monasterio estaba defendido como una fortaleza, y la única justificación para
esas barreras físicas sería un violador. Sin él, la construcción entera perdía
sentido.
Regresé sobre mis pasos para contar las ventanas de la fachada que da
sobre el Carrer de Les Tereses. Una, dos, tres… ocho, nueve… y entonces la
décima, aquella más alejada de la esquina –y del restaurante bullicioso- se
iluminó. Nueva sorpresa para mí. Hay gente, y no es la portera. Ya no caben
dudas, en el monasterio vive al menos una monja. Ahora me fui al bulevar de
enfrente, a espiar el frontis de la iglesia, con su rosetón sin vitral cerrado,
cómo no, por una verja. Y oh… una luz mortecina, como de velas, brillaba en
aquel ámbito sagrado… basta de escepticismo, una comunidad de monjas habita el
monasterio, y celebra la misa a las diez de la noche.
Satisfecho con tal comprobación, me alejé por el bulevar camino al
hotel, donde ya me había hecho amigo de mi almohada.
A la mañana siguiente viajé a Valdemosa, “el lugar más bello del mundo”
según Chopin. Bajo la gloria del sol, sus calles apuntando a panorámicas de las
montañas tienen una frescura inigualable. Dos horas duró el éxtasis, luego se
nubló feo y empezó a llover. Mojado como un pato tomé el autobús de regreso a
Palma, y al borde del resfrío caminé las quince calles que me separaban de mi
habitación y una ducha caliente. Mas no puede quejarse quien perdió sus
vestidos bajo el sol, cuando llega la hora de la lluvia…
Ya repuesto y con ropa limpia salí de nuevo, era media tarde. Comí en
una pastelería y seguí de largo por el laberinto gótico, hasta dar otra vez por
casualidad –o por fatalidad- con el monasterio siniestro de Santa Teresa. Había
gente con ramos de flores entrando por la puerta principal, sin dudarlo me sumé
a ellos, pues comprendí que una festividad religiosa me regalaba esta
oportunidad única de conocer el interior del monasterio. Atravesamos el patio y
entramos a la iglesia, pero yo no presté atención a la imaginería sagrada, pues
deseaba ante todo ver a las monjas. Comenzó la misa y ellas no aparecieron.
¡Tonto de mí, son de clausura! Entonces miré hacia arriba y vi un balcón cegado
tras el cual asomaban unas sombras… las monjas!
Sí saben esconderse, no van a dejarse ver… a menos que yo me esconda
también. No sé porqué me vino esa idea, lo cierto es que cuando acabó la misa,
yo ya tenía trazado un plan. Las sombras tras el balcón desaparecieron en un
abrir y cerrar de ojos, mientras todos salían. Yo quedé último, pero en lugar
de salir, me metí en el confesionario y cerré las cortinillas. ¿Porqué lo hice?
Bueno, tengo el defecto de ser curioso. No me iba a conformar viendo unas
sombras tras el balcón.
El tiempo empezó a pasar, el trajín del día me pesaba en el cuerpo, y el
sopor de la misa en el alma. Pronto me adormecí, o mejor dicho, me dormí
profundamente en la iglesia vacía. Si oí pasos, los incorporé al sueño. ¿Pasos?
Sí. Y una luz, como de velas vacilantes. ¿Estoy despierto o dormido? Abro la
cortinilla para ver, ya es de noche. La iglesia está a oscuras, con dos o tres
velas encendidas en los rincones. Una se va moviendo… no veo quién la lleva,
pero camina despacio. Sube al altar y ahí se queda, iluminando el crucifijo.
Entonces empiezan a llegar velas encendidas de todas partes… la iglesia
adquiere una luz mortecina, y puedo ver a las monjas concurriendo a misa. Hay
algo en sus movimientos que no me gusta, todas parecen tener dificultades para
caminar. ¿Serán inválidas? Por un momento no logro comprender la situación,
hasta que una pasa cerca de mí. Entonces noto que lleva una faja apretada de la
cintura para abajo, que casi le impide mover los muslos. O yo veo mal, o tiene
escamas verdes, como una sirena.
Todas las monjas visten igual, de ahí su dificultad de movimientos. Cierro
y abro los ojos de nuevo: la visión no desaparece. Son sirenas por elección, no
se conforman con ser vírgenes… ¡quieren ser físicamente incogibles! Y al
parecer, lo han logrado: la faja envuelve sus piernas en forma de ocho,
ajustándose con cordeles interiores. La elasticidad de estos cordeles les
permite, por lo visto, separar apenas las piernas para caminar, pero sería
imposible penetrarlas.
Qué locura…ahí estaba yo, escondido dentro del confesionario y sin
atreverme a salir, por temor a que las sirenas me viesen… quién sabe lo que
harían conmigo si me descubrían. Cuando todas estuvieron en su lugar, entró una
monja de rostro severo y buenas formas, enfundada en una faja ferozmente
ajustada que apenas la dejaba moverse. La deseé salvajemente. Debía ser la
Superiora, o como se le llamase. Alzó el Evangelio con ambas manos y comenzó el
oficio. Yo estaba hipnotizado por ella, y al mismo tiempo extrañado de mí
mismo. Acababa de pasar una semana en Ibiza, indiferente ante los desnudos que
se ofrecían por doquier… y ahora una monja de clausura venía a despertar mi
deseo sexual hasta el punto del paroxismo. Quizá yo estoy tan loco como estas
monjas. O soy víctima del poder de la puerta cerrada. O ellas y yo estamos
fascinados por las barreras. Todo esto pensé, mientras la Superiora oficiaba y
el coro de monjas respondía.
La misa fue interminable. “Dios te salve María, llena eres de gracia…”
repetido hasta el infinito. Por fin concluyó la liturgia, y las monjas
empezaron a abandonar el recinto. Algunas ni podían moverse de tan viejas, pero
igual usaban la faja impenetrable. Para qué... la Superiora se dispuso a salir
última, pero antes de abandonar la iglesia hizo algo curioso: se volvió hacia
el confesionario y miró fijamente hacia donde yo estaba. Quedé paralizado unos
segundos, temiendo que me delatase. En lugar de eso, su rostro adquirió una
expresión singular, como de introspección mística; cerró los ojos, y una
sonrisa de buda apareció en sus labios. Se volvió despacio y en silencio
abandonó la iglesia.
Sudando aún por el susto, me mantuve inmóvil en el confesionario un
rato. Luego salí de la iglesia y crucé en cuatro saltos el patio hasta el muro
exterior. De este lado había apoyos suficientes para treparlo, cosa que hice de
inmediato; instantes después me dejaba caer a la calle desde tres metros de
altura. Estaba tan excitado que ni sentí el golpe con el suelo, la sensación de
libertad era más fuerte que todo. Emprendí la marcha por el bulevar, incrédulo
aún de hallarme del lado banal de la realidad, que algunos llaman vida normal.
Iba pensando en esa última expresión de la Superiora, quería encontrarle un
significado. Y me dije: tantas defensas erigió el monasterio, y otras tantas
las monjas en su propio cuerpo, para nada… años y años de aislamiento inútil,
mientras el mundo les daba la espalda, indiferente. Pero ahora, un polizón
escondido en el confesionario vino a dar un sentido a esas defensas. De pronto,
la faja devino necesaria, los años de mortificación no fueron vanos. Mi
presencia inopinada en ese lugar prohibido justificaba la regla del convento, y
su vida misma, ceñida a ella.
Valía la pena ser una sirena, si en el océano había un marinero
dispuesto a escuchar su canción fatal, siquiera una vez.
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