Microclima



Mi prima vive en Melincué. Yo venía llegando por la ruta, cuando un breve arco iris se posó en el campo y cubrió el pueblo. Enfilé por una fría calle azul y doblé hacia lo de Mariana, atravesando cuadras de varios colores. El fenómeno atmosférico era particularmente fuerte en lo de mi prima, donde todo era naranja. Vino a abrirme con el piloto puesto.
-¡Dimi! ¡Entrá que vamos a jugar a la rayuela!
   Hay que decir que mi prima tiene cincuenta y ocho años, y yo sólo algunos menos. No jugamos a la rayuela desde niños.
-Venía a ver cómo anda de salud la tía…
-¡No seas aburrido! Mi mamá anda perfecto.
   Me llevó de la mano hasta el patio, donde había marcado con tiza una rayuela. Tiró la piedrita sobre el 1 y empezó a saltar como una chiquilina, hasta llegar al “cielo”. Yo celebré el chiste con una sonrisa de circunstancias, pero Mariana no tenía intenciones de parar. Volvió a mi lado y echó la piedrita sobre el 2, y vuelta a saltar en uno o dos pies hasta la meta. Para cuando tiró la piedra al 5 yo ya no sonreía y la miraba preocupado.
-Perdí. Te toca a vos.
-Eh… mejor lo dejamos…
-Dale ¡no seas aburrido!
   Mariana siempre fue divertida. ¿Cómo negarme? Eché una piedra al 1 y salté con desgano, había perdido esa costumbre mucho tiempo atrás. Aún así, llegué al “cielo”.
-Listo, ya jugamos. ¿Podemos pasar a ver a la tía?
-¿Qué tenés hoy con tu tía? Dale, seguí jugando.
   La miré fijo a los ojos: hablaba en serio. Tiré la piedrita afuera a propósito, para terminar con eso, pero Mariana no se inmutó. Volvió a tirar la piedrita al 5 y siguió saltando como si nada, hasta sortear el 9.
-¡Gané!
-Bien, te felicito.
   Pasamos adentro, donde encontré a mi tía Cristina tratando de arrastrar un cajón de cerveza hasta la ventana.
-Vení ayudame, Dimi, no puedo mover esto.
-Dejame a mí, tía. ¿Dónde querés llevar el cajón?
-Ahí ponelo, al lado de la ventana.
-No queda bien… te afea el living.
-No importa, voy a abrir un quiosco.
   Me incorporé despacio después de arrastrar el cajón donde me pidió, y quedé mirándola con asombro.
-¿Un quiosco? ¿Quién lo va a trabajar, tu nieto?
-No, ¡yo! Ayudame a correr el sillón y la mesa…
   La tía no paraba de intentar mover cosas pesadas, si no estuviese yo le daría un infarto.
-¿Dónde llevo la mesa?
-Al patio, sacala al patio.
-¿El sillón también?
-También… después sacamos el modular.
   A sus 86 años, la tía debía estar afectada de demencia senil. Traté de hacerla cambiar de idea, antes de desarmar la casa.
-Tía, vos no necesitás trabajar. Tenés una jubilación y dos alquileres…
-Esos son cuentos, sobrino. ¡El peso sale atrás del mostrador!
-Pero ¿cómo vas a atender un quiosco? Vos ya no tenés salud para andar moviendo mercaderías.
-¿Quién te dijo? Yo soy una mujer de trabajo, me las voy a arreglar sola.
   No había caso. Ella no cejaba en su empeño, pero yo me le crucé de brazos. En eso estábamos cuando entró Mariana con un bol traslúcido.
-¿Querés un caramelo Media Hora?
-La verdad, preferiría un café.
-Eso es para los viejos… mejor comete un caramelo.
   Y sin más me lo dio. Su actitud inmadura no me ayudaba precisamente a lidiar con la tía. De pronto, la luz a través de la ventana cambió, el naranja húmedo dio paso a un tono natural.
-Mariana, ofrecele un café al sobrino…
-Ya va… Dimi, disculpá que te recibimos así, con el living hecho un desastre…
    El cambio de actitud de las dos fue tan rápido, que apenas podía creerlo. Por las dudas decidí aprovecharlo.
-Yo te ayudo a poner los muebles en su lugar.
   Diez minutos después estábamos tomando café en el living recién acomodado, conversando como personas maduras. La tía no aludió a ningún proyecto de poner un quiosco, y yo evité mencionarlo. Dejé la casa con alivio, prometiéndome espaciar las visitas a los parientes.

   Un año después sonó el teléfono en casa bien temprano, era sábado. Atendí soñoliento.
-¿Quién es?
-Dimi… ¿querés venir a jugar a la perinola?
   Mariana. Venía esperando su llamado.
-¿Qué tal? ¿Cómo va la tía?
-Bien, anda con ganas de abrir un almacén.
   Aquí vamos otra vez, me dije. Otro en mi lugar hubiese llamado de urgencia al servicio psiquiátrico, pero yo no me alteré.
-Asomate a la ventana, prima. ¿De qué color está el día allá?
-¡Acá está todo naranja!
-Hoy no puedo ir, disculpame.
-Uh, qué aburrido…
-Oíme… decile a la tía que no mueva los muebles, yo paso por allá un día de éstos y la ayudo a poner el almacén.















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