Jesús María



   Olor a malva. Ahora recuerdo Jesús María, la casa de verano de mi niñez. Tenía una galería con arcadas, donde jugábamos a la escondida. A última hora el aire se ponía azul, y el sol encendía los malvas y verdes del jardín. Buscábamos escarabajos bajo las hojas, mientras los árboles llovían semillas. Éramos seis: Elena, Jorge y yo, y las tres hijas de Kalogerías. Jorge era el mayor de todos, y el más audaz: propuso meternos en el  coche de la visita a oír la radio. Era un coche negro, antiguo, invulnerable como un tanque.
   Pasamos el dial por todas las frecuencias que ofrecían la misma decepción: ¿Qué podían importarnos las noticias, o el tango? Gente grande hablando, era como estar sentados a la mesa con nuestros padres. Pero entonces Jorge hizo algo divertido… giró la llave y dio arranque al motor. Yo sé cómo se maneja esto, dice, y pone primera. Salimos disparados por la calle, varios perros nos persiguen ladrando, ¿o son nuestros padres? Sus voces se pierden en la distancia, Jorge ya puso segunda. Avanzamos por una calle flanqueada de árboles cuyas ramas se encuentran en lo alto formando una bóveda. No se ve nada, ya es de noche, pero Jorge está a la altura de las circunstancias, y gira el botón que prende los focos. Para tener ocho años, nuestro chofer no lo está haciendo mal. ¿Vamos a Mar de Ajó? Bueno, pero… ¿no es lejos? El coche nos lleva, vamos hasta la casa de las chicas y volvemos. El coche avanza en la oscuridad, nos hemos alejado de las casas y sólo se ven árboles alrededor. El camino es de tierra, estamos en medio del bosque. Entonces sentimos un impacto, y nos vamos todos para adelante, golpeándonos. Una de las chicas, Julia, se pone a llorar, aunque no está lastimada.
    Bajamos del coche y vemos un tronco atravesado en la calle, puesto como una barrera. Esto no debería estar acá, dice Jorge, y yo, aunque tengo cinco y no estoy muy seguro de lo que debería o no debería ser, me inclino a darle la razón. Desde lo profundo del bosque nos vigilan dos ojos rojos.  Brillan como los de un perro, pero están a la altura de un hombre. Volvamos al auto, dice Jorge nervioso. Lucha por meter la marcha atrás, mientras los ojos rojos se acercan. Prueben ustedes a meter marcha atrás en un coche ajeno, y después me dicen si Jorge no estuvo magnífico. Anduvimos media cuadra para atrás, y casi nos vamos a la zanja al doblar para pegar la vuelta. Entonces oímos un aullido de lobo y nos tapamos los oídos, mientras Jorge pone primera y nos saca a los piques de ahí.

   El señor Kalogerías recogió su coche sin abolladuras –ya dije que era un tanque-, y nosotros nuestro reto por la travesura. Para Jorge fueron cinturonazos. Pero el castigo vino sobrando, con el susto que nos llevamos. Por las dudas, aún hoy evitamos ese bosque.









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