De profundis



En el museo de Nerja se exhibe la calavera supuesta de Pacorro, antiguo habitante de las cuevas de estalactitas. Un cartel junto a ella declara que años atrás un incendio afectó el depósito donde se guardaba junto con los restos de su compañera Pacorra, y ambos esqueletos se dieron por perdidos para siempre. Tiempo después fueron recuperados, y expuestos al público. Datación aproximada de los huesos: cinco mil años.
 -No haga caso a ese informe, es falso.
   La voz del viejo me sobresaltó, se había parado a mi lado mientras yo contemplaba la vitrina.
-¿Porqué dice eso?
-Mire esa calavera, se supone que estuvo en un incendio, pero no está ennegrecida para nada.
-Es cierto, está blanca… pero tal vez no la afectó el fuego.
-No me venga a mí con esas paparruchadas. Yo fui uno de los cinco…
-¿Cuáles cinco?
-…Los cinco que descubrieron la cueva.
-¿En serio?¿cuándo fue eso?
-En 1959. Yo era un chaval… pero todavía me acuerdo de ese día como si fuese hoy.
-Bueno, yo también me acordaría de algo así. Esta mañana visité la cueva, y es impresionante.
-Usted la vio toda iluminada… nosotros entramos con una linterna, al principio no veíamos nada. Después…
   Aquí el viejo se interrumpió, y dio media vuelta, dirigiéndose a la salida. Yo quedé descolocado, no me gustan las historias a medias. El museo era bastante insulso, tras una vuelta rápida me encontré saliendo a mi vez. Afuera me castigó el sol bajo un furioso azul, era agosto. Vi al viejo caminando delante mío por la explanada, en pocos pasos me puse a la par.
-No terminó de contarme la historia.
-Hace calor.
   El tipo no parecía dispuesto a reanudar sus confidencias. Yo tenía la tarde libre, y se me ocurrió invitarlo a tomar unas cervezas. Era mejor que pasar la tarde solo, lejos de mi familia que me esperaba en Buenos Aires.
-¿Porqué no? –dijo tras considerar por unos momentos mi propuesta. Y luego repitió su estribillo- Hace calor.
   Nos sentamos a la sombra, pedí cerveza y bocadillos de jamón serrano para los dos. Cuando hubimos echado los primeros tragos, el viejo se sintió a sus anchas, y reanudó la historia.
-Yo conocí a la doctora… no me pida su nombre. Ella dirigió las excavaciones en la cueva. Cuando le mostramos los esqueletos, no nos creyó. Dijo que los habíamos puesto ahí.
-No entiendo…
-Usted debió ver esos esqueletos como los vi yo el primer día, cuando entramos con las linternas… todavía me dura la impresión. Esa cara de estalactitas… los dientes largos, con incrustaciones de sal… los cráneos deformados hasta lo increíble… era como si las columnas y las paredes de la cueva hubiesen encarnado en ellos. 
-¿…?
-No me mire así… es la misma cara que me puso la doctora cuando se lo contamos. Y cuando midió los esqueletos, dijo no sé qué cosa de las medidas antropométricas, que no eran homo sapiens, que era todo un engaño…
-Espere, espere. Yo acabo de leer en el folleto que la cueva alberga las pinturas rupestres más viejas del mundo. Tienen 43000 años…
-Y el homo sapiens llegó a España hace sólo 25000 años.
-O sea…
-O sea que quienes pintaron la cueva no eran homo sapiens, sino neandertales.
-Por eso las medidas antropométricas no coincidían.
-Exacto. Pero cincuenta años atrás nadie estaba dispuesto a admitir algo así. La doctora tuvo miedo de perder su prestigio si publicaba la verdad, por eso eligió creer que los esqueletos eran un fraude.
-¿Un fraude de quién?
-Primero nos acusó a nosotros, después, cuando comprendió que unos chavales no hubiésemos podido deformar esos esqueletos, dijo que alguien los había puesto ahí para engañar a los científicos.
-Ajá. Imagino que ese alguien nunca fue hallado.
-Por supuesto. Ella ocultó los esqueletos, no permitió que nadie los fotografíe. Después los hizo desaparecer.
-Entiendo. Según usted, entonces, ese Pacorro expuesto en el museo no es el original, sino un sustituto.
-Y muy pobre por cierto. Apenas tiene cinco mil años. El original era contemporáneo de las pinturas…
   Me felicité por haber invitado esa cerveza al viejo, la conversación no tenía desperdicio. Pronto, sin embargo, su humor se volvió sombrío.
-Yo no me acerco a esa cueva.
-¿Porqué?
-Circulan por ahí unas historias… pero mejor no hablar de eso.
-¡No me deje con la intriga!
-Es que… mire, uno de mis amigos, uno de los cinco, se hizo espeleólogo. Quería explorar más, entonces aprendió a usar cuerdas, compró todo lo necesario para meterse en el infierno: casco, luces, picos, arnés, todo. Y un día bajó, mucho más profundo que nadie. Se metió por una grieta larga, donde apenas cabía; se deslizó por la cuerda decenas de metros, la grieta iba en zigzag. En cierto momento su casco golpeó la pared de piedra, y la luz se apagó. Mi amigo quedó a oscuras.
-Qué momento…
-Trató de arreglar la linterna, pero no funcionaba. Entonces vio… vio sus dedos. No sé si comprende, en ese lugar él no debería ver nada. Pero veía sus dedos. Bajó más, y pudo percibir una luminosidad… azul.
-¡Azul!
-Sí, eso me contó. Llegó al fondo de la grieta, soltó la cuerda, y avanzó… las paredes de piedra se abrieron y vio un mar… un mar subterráneo, que emitía luz.
-Pero… eso no es posible.
-Sí lo es. Yo fui pescador, y he visto la fosforescencia del mar nocturno. Según dicen, se debe a microorganismos que brillan, llamados noctilucas.
-Continúe, por favor.
-A orillas de ese mar subterráneo había columnas caídas, como templos derrumbados de gigantes. Mi amigo vagó entre las ruinas… bueno, él las llamaba ruinas, aunque supongo serían columnas de estalactitas rotas. En cierto punto éstas se unían a las estalagmitas, semejando tubos de un órgano infinito. Quizá su música sonaba en el fondo de la tierra, y sólo subía con un terremoto. La muralla cálcica era larguísima y llena de ángulos inesperados, como el perímetro de una fortaleza. Mi amigo la fue siguiendo casi a tientas, y al fin quedó boquiabierto al encontrar un umbral cavernoso, por donde podrían pasar mamuts sin problemas. En lo alto de ese umbral había una inscripción, hecha, según dijo, con letras desconocidas… para mí debían ser simples trazos dejados por la erosión, que dentro de la cueva trabaja en forma continua. Además, con tan poca luz, ¿cómo ver letras a tanta altura? Eso le planteé a mi amigo: a ver, contesta, si no veías delante de ti casi, no podías discernir letras, debió ser tu imaginación. Pero él porfiaba que no, que eran letras, y más aún, una cartela importante puesta sobre ese umbral para anunciar que allí empezaba un reino subterráneo.
-Ah, bueno…
-Imagínese por un momento estar en sus zapatos.
-Supongo que me sentiría un Cristóbal Colón de los avernos, el primer hombre en un mundo desconocido.
-Pues así se sintió mi amigo, estaba orgulloso de su descubrimiento, pero al mismo tiempo, muy atemorizado. Atravesó el umbral y continuó avanzando casi a tientas, con el resplandor mortecino del mar a su derecha.  Entonces oyó algo que le heló la sangre… él dice que era un canto. Instantáneamente perdió el valor, todas sus ínfulas de descubridor desaparecieron como por ensalmo. No era un canto adecuado para oídos humanos… Huyó como alma que lleva el diablo, encontró la cuerda y subió, cruzó las salas que usted vio de la cueva y salió a la superficie. Desde entonces perdió la razón.
-No es para menos… su historia me recuerda algo que leí. En una cueva de Inglaterra, allá por el siglo XII, aparecieron dos niños verdes. No hablaban una palabra de inglés, pero con el tiempo lo aprendieron. La niña contó entonces que venían de un país crepuscular, donde no había sol, sino una luz invariable y tenue. Lo llamó Tierra de San Martín, o al menos así  transcribió el nombre el cronista medieval. 
-Bueno, nuestra cueva está en Maro… suena parecido. Y a poca distancia de ella, cosa de un kilómetro, está la Torre de Maro, construida en época arábiga para vigilar el Mediterráneo. Ahora me pregunto si esta torre, junto con otras erigidas en Málaga, siete en total, no prevenían otra clase de peligro.
-¿Qué está insinuando?
-Un peligro venido de lo profundo… ese mar abisal visto por mi amigo tal vez comunica con el Mediterráneo por grutas submarinas. Alguien pudo atravesarlas y presentarse en Maro de forma inesperada.
-Es difícil de creer que exista gente viviendo bajo la superficie. No hay alimentos…
-Oh, sí los hay. Mucho pescado y marisco…
-Pero ¿cuál es la ventaja de habitar un abismo?
-Pregunte lo mismo a los esquimales, que viven en el hielo. O a los tuaregs del desierto…
-De acuerdo, el hombre vive en cualquier parte. Y ha habido pueblos trogloditas también. Los menciona Heródoto…
-¿Qué significa troglodita?
-Que vive en cavernas.
-Justamente. Eso piensan algunos acá.
-¿Algunos? ¿Quiénes?
-Nadie, nadie. No me haga caso.
  La charla había tomado un giro inquietante, y sin querer me revolví en mi asiento. Traté de indagar un poco más.
-¿Se refiere a la gente de Maro?
-Maroscuro, o luminoso, según se mire… mi amigo decía que sus olas brillaban como fuegos fatuos.
   Mi interlocutor había recurrido a un juego de palabras para esquivar la cuestión. Era evidente que no quería señalar a nadie, y menos dar nombres propios, pues Nerja es un pueblo pequeño. De pronto me disparó una pregunta médica.
-Dígame… ¿una luz azul daría un color igual a la piel?
-No necesariamente. La luz blanca del sol produce una pigmentación morena… la exposición prolongada a una luz azul, mortecina, podría volver verde la piel.
-Eso pensé.
   Quedamos cavilosos un rato, bebiendo nuestras cervezas. Por fin el viejo rompió el silencio, no supe si se dirigía a mí o hablaba para sí mismo.
-A veces los veo en sueños… hombres deformes, con cara de estalactitas… viviendo en abismos iluminados por una fosforescencia maligna… celebrando rituales milenarios en sus salas de cataclismo… cuando sea aniquilada nuestra especie, ellos heredarán otra vez el mundo.  
   Por lo visto, vivía aquellos sueños con intensidad. Me pareció natural que el hallazgo macabro de su juventud hubiese provocado un trauma difícil de superar.
   Inesperadamente, mi invitado se levantó y con un “gracias por la cerveza”, se alejó de prisa. Yo miré las calles bañadas por el sol, y de pronto, nuestra civilización me pareció frágil. Ninguna arquitectura exterior iguala la majestad de las cavernas subterráneas. Y en esa majestad siento algo siniestro… Ellas fueron los primeros templos de la humanidad, y permanecerán cuando nuestras ciudades vuelvan al polvo de donde surgieron.
















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