Sismo


   El siseo de una lejana cascada despierta al canario en su jaula de bambú. Sacude sus plumas y abre las pupilas negras al nuevo día: estudia la luz y discierne señales, presagios informulados que darán el tono a su canto esa mañana. Y el trino se desgrana a través de la galería adornada de plantas, se cuela por la cerradura y acaricia los oídos de la durmiente, perfecta en su serenidad como un Buda.
   Ella sueña aún un largo minuto sin dejar traslucir sus pensamientos. Luego entreabre apenas los párpados por los que asoma un destello verde, y se despereza como una gacela. Se viste con una túnica ceñida y sandalias, y anuda en su cabeza un largo pañuelo de seda blanca. Con paso cimbreante atraviesa la galería y sale al templete del jardín, donde los sirvientes le traen el desayuno de frutas tropicales. Hasta allí llegan los trinos del canario, inspirado por la primavera.

   De pronto el cielo oscurece, aunque sin nubes. El ave se ha callado. Un trueno prolongado arrecia, y los cipreses se curvan. El suelo sufre ondulaciones como el mar. Suenan las campanas de la iglesia solas, por la oscilación del campanario, y la gente se persigna. El trueno no es un trueno, es una voz ultraterrena anunciando la hora final del pueblo. Las casas se desmoronan como naipes a lo largo de las líneas telúricas, dejando otras intactas al lado. Un frente compacto de cuernos avanza levantando nubarrones de polvo por entre las ruinas, aplastando a los incautos bajo un mar de pezuñas. Se detiene en las afueras, sin apenas conocer el motivo de la estampida.
  La iglesia, no obstante, permanece en pie. Allí acuden todos a rezar, temerosos de la cólera divina. Imploran a la Virgen con el alma en un puño, apacigua a la Tierra, apacigua al Cielo. La respuesta de lo alto llega con una detonación: los frescos se cuartean, pintando venas horribles en las caras de los santos. El cura cae fulminado ante el altar, y una rajadura atraviesa el ábside como un rayo lanzado desde la cúpula.

   Ya lo peor ha pasado. Los aldeanos vuelven a sus casas, derrotados. Un perro se acerca al templete derruido y tira de la túnica con los dientes, sin lograr despertar a su ama. Ella mira al cielo, y su vacío interior refleja el vacío azul. Su cabellera desplegada rodea el rostro como los tentáculos de una medusa; un hilo de sangre corre por la sien blanca como el mármol. Ella pertenece ahora al reino frío y oscuro, por obra y gracia de un cairel caído, afilado como espada. No más cimbreos y destellos verdes... el canario permanece mudo en su jaula, se ha olvidado todas las canciones.
   








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