Esquina de Brandsen y Almirante Brown. Jorge y yo caminamos junto a la
hilera de autos estacionados, con aire disimulado. Es tarde, ya las nubes se
pusieron rosadas. Jorge se arrima a un Peugeot 303, mientras yo hago de
campana. Nuestro objetivo es bastante inocente: nos gusta la lucecita falsa de
costado, un vidrio bicolor redondo parecido a las pastillas Refresco. ¡La pudo
despegar!
Salimos corriendo a los piques, asustados por lo que acabamos de hacer.
¡Nuestro primer robo! No es poca cosa, para el alumno modelo del colegio
griego. Si se entera el kyrie… Pero tras volver a casa excitados, y poner a
buen resguardo el botín, salimos de nuevo.
Nos tiemblan las piernas, pero ya no tenemos control de nuestros actos.
¡Hay tantos cromados que poseer! Jorge declaró –temerariamente- que va en busca
del signo distintivo de Mercedes Benz.
Eso implica descabezar el capó de un auto, porque el signo está muy
visible, justo en el frente… ¿y si nos conformamos con otra lucecita de
costado? No seas gallina, nene, nadie se va a dar cuenta. Bueno, pero… ¿y si el
auto queda mal? Le ponen otro signo y listo. Ah…
No hay Mercedes a la vista, pero Jorge está desatado, arrambla con
cuanto aplique encuentra: ¡la gacela del Impala! La quitó de una, tras llevarse
la luz de posición de un Siam Di Tella y las letras plateadas del Izard. No
damos abasto a esconder tanta cosa bajo la remera, o incluso bajo las medias. A
media cuadra hay un policía, mejor volvamos. No, esperá, doblemos por Palos y
listo. Ya no nos ve. ¿Adónde se habrán metido los Mercedes?
La noche tiende su carpa de terciopelo azul y nosotros seguimos
buscando. Allá hay uno… che, está muy duro, no se despega… necesito una tenaza.
No, los ladrones usan herramientas… nosotros no. Dale de nuevo. ¡Ahí se
despega!... ¿eso fue un silbato? Creo que sí… ¡sí! El policía nos vio…¡rajemos!
Más allá de Almirante Brown, pasando la Casa del Fantasma, vive Eduardo.
Es más grande que Jorge, lo conoció en el club de automodelismo. Vamos a
comprarle el Numa II, un prototipo increíble. Eduardo baja a abrirnos de
bermuda y ojotas. Mientras subimos la escalera, nos cuenta que no va a
dedicarse más al scalectric, su nueva pasión es el ciclismo. Claro, ya tiene
diecisiete.
Su habitación no se parece a la nuestra, con las camas hechas por mamá y
un retrato de santo en la pared. No, lo primero que uno ve acá es una colección
de patentes de auto dispuestas desde el zócalo hasta el cielorraso, incluyendo
dos de Uruguay y una de California. Aquí y allá destacan los trofeos mayores,
una señal de prohibido estacionar, o el cartel que anunciaba una curva en la
ruta.
Lo miramos asombrados, con una admiración teñida de miedo. El no parece
inmutarse, revuelve sin apuro una caja vieja buscando el scalectric. Entre la
cama y el escritorio hay una de esas vallas de acordeón pintadas de amarillo,
que se usan para cortar la calle cuando hay una obra. Eduardo se la chafó.
También hay un semáforo de ferrocarril, es más bajo que los de calle, no sé
cómo hizo para desatornillarlo del soporte junto a las vías. ¿Y si un tren
choca por tu culpa? Le pregunté. Me dijo no te preocupes, yo anduve en
locomotora, soy amigo de un maquinista. Y a los semáforos no les dan bola. Lo
único malo son los suicidas. Vos vas lo más bien, tomando mate, y en eso sentís
un ruido a huesos rotos. Spldak, algo así. Entonces el maquinista mete el
freno, pero ya no hay nada que hacer. Ni rastros quedan del muerto. Sólo un
poco de sangre en las ruedas, pero andando se va.
¿Me estás hablando en serio? Por ésta. La mierda…
Bueno, acá tienen el Numa II, espero que ganen tantas carreras como yo.
Nos despedimos de Eduardo entusiasmados, era cosa decidida que nos íbamos a
dedicar a cualquier cosa con ruedas, ya fuesen trenes, autos o bicicletas. En
nuestra imaginación despuntaba un futuro hecho de circuitos elegantes entre montes
y castillos, sazonado con una mística de promedios horarios, rendimientos
ideales y sofisticación aerodinámica.
Jorge me dijo: hoy corre Eduardo en los bosques de Palermo. ¿Vamos? Ni
hablar, vamos. Cruzamos el Rosedal a pie y nos paramos al costado de la pista,
expectantes. Hay bastante gente, no dejan ver bien. Eduardo corre en el equipo
ciclista de Boca, acá también hay competencia de clubes.
A lo lejos aparece una camiseta de Boca. ¿Será Eduardo? No, no es. Pasa
volando, y detrás un pelotón multicolor se disputa el segundo puesto. Ninguno
es Eduardo. Qué raro, él suele ser de los primeros. Pasan y pasan, ya vienen
los últimos, y nuestro amigo no aparece. Nos miramos desconcertados Jorge y yo.
Al rato largo lo vemos venir, pedaleando despacio. Llega y se quita el
casco, con aire ausente. Ni nos ve. ¿Qué pasó, Eduardo? ¿se rompió la bici?
Mira hacia abajo, como buscando la respuesta en la tierra. Varias personas se
acercan, entonces llega la explicación imposible:
-Yo venía primero… ahí se cruzó el
viejo. No sé de dónde salió… me lo llevé puesto a 40 por hora. Quedó muerto en
el pavimento…
Apenas podemos creer lo que oímos. Eduardo se queda en silencio, ante la
muerte son vanas las palabras. Al rato viene a buscarlo una ambulancia y
nuestro amigo desaparece en su interior.
Nunca más lo vimos, ni supimos si volvió a correr. De hecho, no nos
interesaron más las carreras.
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