Estoy ensoñando en el porche de mi casa de verano. De pronto un ave
gigante, blanca, pasa entre las copas de los árboles. No alcanzo a distinguirla
bien, pero no es un águila. Me levanto intrigado, el follaje me impide verla.
Poco después siento un aleteo, y una sombra blanca se suelta de los pinos
distantes hacia el campo. Decido seguirla: una visión inhabitual es una
invitación a la aventura, y yo odio la rutina. Arranco el auto y salgo haciendo
chirriar las ruedas. Rodeo la manzana por Esquiú y Catamarca; en la esquina
asomo la cabeza por la ventanilla y veo las alas blancas sobrevolando las
frondas hacia la iglesia. Tomo a contramano por Falkner, gracias al cielo aún
no llega la civilización a este pueblo.
Freno junto al campanario y bajo del auto. ¿Dónde estás, pájaro de la
suerte? Por unos minutos creo haberlo perdido, luego unas palomas pardas
abandonan despavoridas un eucalipto frondoso. El intruso debe ser grande… me
acerco sigiloso, pero ya una rama se balancea, y el pájaro desconocido parte
hacia el norte. Vuelvo al auto y lo persigo, sin apenas mirar delante de mí.
Atravieso todo San Bernardo y Costa Azul, algunos peatones me gritan pero no
los oigo. En La Lucila consigo echarle una ojeada, aunque no logro
identificarlo. ¿Adónde irá?
Se para un momento sobre una veleta y enseguida parte hacia los bosques,
por suerte un camino de tierra lleva a la Colonia Infantil, tomo por él y
acelero
De Artime, el nueve de River, se ha dicho que no jugaba, sólo hacía
goles. Era un “pescador”. Su método consistía en acechar el error del defensor,
y entonces ¡pum! Adentro. La pelota siempre le caía a él en el momento
oportuno. ¿Era sólo suerte? ¿O había algo más? El tipo estaba conectado a la
suerte que rueda y busca siempre el mismo punto. Ese punto era su pie. Aunque
de nada le sirvió a River, porque Boca le ganaba igual, ellos estaban
conectados a una corriente de suerte más fuerte. O simplemente jugaban mejor…
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