Un brillo dorado viajaba por las vías al amanecer, acompañando a nuestro tren a medida que nos adentrábamos en territorio rumano. Yo veía pasar por la ventanilla la maligna tubería internacional que traía gas desde
Llevábamos
varias horas caminando y sentíamos sed. Nos paramos frente a un quiosco donde
vendían facturas con mal aspecto, y por costumbre pedimos una coca-cola. El
hombre se volvió y nos mostró algo parecido, una gaseosa rumana llamada Quick
Cola. ¡Había de cola y de naranja! Contentos, compramos una de cada gusto,
aunque en seguida notamos que tenían prácticamente el mismo color. Y en el
fondo, flotaban cosas raras... Bebimos algunos tragos –lo suficiente para
calmar la sed- y tiramos el resto, asqueados.
-Mejor busquemos un restaurante.
Sabia
decisión, en apariencia, sólo que... en todo el centro de Bucarest había un
único restaurante, atendido por un mozo de frac. No nos animamos a entrar, pues
contábamos con poca plata.
-Mejor vamos a un supermercado. Compramos jamón y
queso y hacemos sandwichs.
Era fácil
decirlo, pero no hacerlo. En ese país aparentemente nadie comía, caminamos
calles enteras sin hallar un almacén o un supermercado.
-No tengo tanta hambre.
-Yo tampoco.
Desembocamos
en una avenida comercial. Las boutiques mostraban la ropa colgada de alambres,
para suplir la falta de maniquíes. ¡Pero había un cine! Daban una del pato
Donald. Empecé a sentirme deprimido, tal vez por el ayuno forzado. Nos sentamos
en una plaza a descansar. Sólo entonces notamos lo concurrida que estaba.
¿Madres con sus hijos, jubilados? Nada de eso. Todo Bucarest estaba sentado en
las plazas, no había otra cosa para hacer. Tal vez el gobierno había concebido
un programa para matar de aburrimiento a la población, pero ésta resistía.
Huimos de ese
teatro sin actores, y en una calle lateral dimos con una librería. Aquí sí, había
variedad. Uno podía elegir entre leer la biografía de Nicolae Ceaucescu, las
ideas políticas de Ceaucescu, sus mejores discursos, una semblanza de Elena
Ceaucescu, el programa para la restauración nacional de Ceaucescu... o bien
permanecer en el siglo XIX, y leer a Balzac y Flaubert.
Ya era
bastante tarde cuando dimos con un supermercado. Felices, nos lanzamos al
asalto de las góndolas... pero no había mucho que asaltar. Una fila de embudos,
puestos uno al lado del otro, ocupaba las góndolas superiores. El segundo y
tercer nivel estaban enteramente ocupados por frascos de diversos tamaños sin
marca alguna, todos bastante sucios y conteniendo tomates verdes hechos picle.
Culminaban esta opulencia las góndolas inferiores, consagradas exclusivamente a
sardinas en lata procedentes de la USSR. Compramos dos latas y pan, y nos fuimos a
cenar a nuestro cuarto de hotel, mientras afuera caía una oscuridad de apagón.
Al día
siguiente viajamos a Transilvania. Es una bella región montañosa con mayoría de
población húngara. Cuando ya estábamos llegando, comenzó a nevar. Me pareció
estar soñando cuando tras la cortina de copos blancos apareció el castillo del
legendario vampiro suspendido sobre un precipicio, igualito a la novela:
aquella visión compensaba el esfuerzo del viaje. Llegamos a la entrada
historiada de borrosas letras góticas. De pie en el umbral nos recibió el
fantasma del Conde: “¡Entre libremente y por su propia voluntad!” Comprobé
encantado cómo cada detalle coincidía con la descripción de Bram Stoker, desde
las ventanas estrechas sobre el abismo, hasta la escalera secreta tras la sala,
donde apenas cabíamos. Por ahí se escabullía el Conde para no ser visto, cuando
el cuerpo le pedía acción. Todas las habitaciones conservaban sus muebles de
época: los dormitorios de las damas incluso exhibían los vestidos lujosos –o
lujuriosos- de aquellas antiguas vampiresas. Me recosté en la misma cama donde
Johnatan Harker escribía su diario desquiciado, mientras los demás habitantes
del castillo reposaban en ataúdes; en ese momento, me pareció oír vagos ruidos
provenientes del sótano.
Hicimos
varias fotos –yo justo iba vestido de negro, a tono con la ocasión- y dimos por
concluida la visita. Afuera nevaba; tomamos habitación en el único hotel de los
alrededores, con vista al castillo. Estábamos muertos de hambre tras la
caminata por la nieve, y pedimos cenar pollo. Nos trajeron unas patitas tan
escuálidas, que sospechamos fuese alguno de los cuervos que rondaban afuera,
puesto al asador. Por suerte la cocina era húngara, no rumana, y se comía...
Subimos a nuestra habitación. Por la ventana se veía la mansión del vampiro
bajo la luna, dominando el país nevado. La noche estaba llena de magia. Me
asomé para atesorar ese paisaje de ensueño en mis pupilas, sintiendo la brisa
en el rostro. A lo lejos aullaba un lobo... cerré los ojos en éxtasis,
sintiendo un ligero roce de colmillos en la garganta. ¡Era Cris!
Por la mañana
partimos a Timisoara, ciudad cercana a la frontera con Yugoslavia. En la
estación había un comedor rápido, no era cuestión de desaprovecharlo. El menú
consistía en fideos fríos. Hice de tripas corazón y pedí un plato. Me lo
entregaron sin demora, junto con un tenedor usado por otra persona. Lo devolví
y exigí uno nuevo. Me dieron otro tenedor, también usado. Como para que me
resignara. Lo tiré y agarré los fideos con la mano. Estaban cubiertos por
costras negras de hollín, eran incomibles. Adiós fideos. Viajamos todo el día
en ayunas, y llegamos a Timisoara de noche. La estación se encuentra en el centro
mismo de la ciudad, pero al salir nos vimos inmersos en tinieblas. Apagón
total. Buscábamos hotel tanteando las paredes, a veces dudábamos en la puerta
mismo, pues no se distinguían letras a un paso de distancia. Preguntamos en dos
o tres, recibiendo una respuesta invariable: “no rooms”. ¿Acaso la ciudad
estaba llena de turistas, y nosotros no los veíamos? Difícil. Pero si los
hoteleros estaban a sueldo del estado, no tenían interés en alquilar
habitaciones. ¿Para qué molestarse en hacer camas y lavar ropa, si no había
rédito? La noche se presentaba
complicada. Atravesábamos la plaza principal cuando sonaron unas campanadas
fúnebres. Levanté la vista y atisbé una iglesia sombría y altísima, cuya cúpula
resultaba invisible en la oscuridad de la noche. Escaseaban los transeúntes.
Bares no había, qué esperanza. La ciudad parecía en estado de sitio. Nos
cruzamos con dos mujeres vestidas con pieles, caminando a paso rápido. El miedo
crispaba sus gestos, no lucían seguras. ¿Podía llevarse una vida social aquí?¿Concurrir
a fiestas? A mí me parecía imposible, pero ellas lo intentaban, por lo visto.
Finalmente
llegamos al mayor hotel de Timisoara, un verdadero rascacielos. ¡Había luces
encendidas y todo! Pregunté en la recepción por un cuarto, y me encontré con el
invariable “no rooms”. A diferencia de otros hoteles, sin embargo, uno podía
permanecer en el lobby. De hecho, una veintena de turistas había elegido esa
opción, y ahora dormitaban en los sillones con sus maletas al costado. No cabía
duda, éramos los únicos veinte turistas en la ciudad, y el hotel tenía
trescientas habitaciones vacías. Pero “no rooms”. Nos acomodamos en un rincón,
dispuestos a pasar la noche en vela. No porque los sillones fueran incómodos,
no. Había otra razón para permanecer despiertos: un crecido número de
vagabundos merodeaba por el lobby, acechando a los turistas dormidos. En
ocasiones agarraban un bolso, y el turista a su vez, despabilado, tironeaba
para retenerlo. La recepción del hotel hacía la vista gorda a tales atropellos.
En cierto momento llamaron a anotarse en una lista de espera, y todos los
turistas formaron fila, menos nosotros, por considerarlo inútil. ¡Si el hotel
estaba vacío! Las horas pasaron. De pronto, el conserje se puso energúmeno, y
echó a todos los vagabundos en un santiamén. Enseguida apareció un militar con
su amante; retiró una llave y subió a su habitación. A continuación comenzaron
a repartir habitaciones a los turistas, porque ahora sí había rooms.
Nosotros
quedamos últimos por no figurar en la lista, y así pudimos ver desde nuestro
sillón como todos pasaban, excepto un rumano bien vestido a quien dejaron para
el final. Comenzó entonces una discusión con el conserje. Aunque no entendíamos
todo cuanto se decían, sí captábamos palabras sueltas que nos permitían
comprender la esencia de la discusión. El hotelero no quería alojar al rumano
porque éste –a diferencia de los turistas- no pagaba con dólares, sino con
moneda rumana. Así pues, “no room” para él. La discusión subió de tono, y
empezó a oírse con frecuencia la palabra “milizia”. En efecto, el conserje hizo
un llamado telefónico, y a los dos minutos apareció un pelotón de la “milizia”
compuesto por cuatro soldados y un capitán.
Arrinconaron al rumano contra la pared y le apuntaron con sus rifles, dispuestos a fusilarlo allí mismo. Nosotros seguíamos la escena aterrados. En ese momento agónico, el rumano invocó un nombre salvador. Logramos entender “¡...Primo Secretario!” Inmediatamente bajaron los rifles. El capitán preguntó a su vez “¿...Primo Secretario?” y el hombre asintió. Evidentemente, conocer al Primo Secretario del Partidul marcaba la diferencia entre la vida y la muerte en ese país. Siguió entonces una discusión de opereta, donde todos –el rumano bien vestido, el conserje y el capitán- pronunciaban con frecuencia la expresión “nostra patria socialista”. Al final, los soldados se llevaron a la rastra al rumano, pero no lo mataron. Como si nada
hubiera pasado, el conserje se acercó sonriente, y me dijo: “I have just a room
free for you, now”. ¡Casi hace fusilar al rumano para no darle alojamiento, y
ahora me ofrecía una habitación! A todo esto, eran las tres de la mañana, y nuestro tren partía a las seis. Yo no quería pagar 60 dólares por dos horas de sueño, así que rechacé el ofrecimiento. "I take the train in two hours". "Okey, you can rest here". Así pasamos el resto de la noche en el sillón, y al
amanecer abandonamos el hotel rumbo a la estación del tren. Allí vimos una cola
de gente esperando comer los fideos sucios-fríos, que se extendía por más de
doscientos metros. ¡Pobres esclavos! Madrugaban para ir a comer esa
porquería...
Ya en el andén, el tren no llegaba. Cris comenzó a temblar por el hambre y la falta de sueño; de pronto, las tensiones vividas le provocaron una crisis de llanto. Parecía imposible escapar, pero al fin apareció el tren... entonces tuvimos un nuevo motivo de preocupación, porque los vagones estaban atestados como jamás he visto. Había racimos de gente sobresaliendo de las puertas, colgada de los pasamanos exteriores. Adentro el apretujamiento era peor, incluso vi personas acostadas unas sobre otras en los porta-bagajes, como si fueran maletas... Era indescriptible. ¿Viajaríamos hasta la frontera empaquetados como salchichas humanas? Pero la suerte quiso que ahí terminasen nuestros suplicios, pues al detenerse el tren, una marea humana bajó, y los vagones quedaron casi vacíos. Subimos con alivio, y huimos de ese país de terror, donde los vampiros aún seguían vivos.
Arrinconaron al rumano contra la pared y le apuntaron con sus rifles, dispuestos a fusilarlo allí mismo. Nosotros seguíamos la escena aterrados. En ese momento agónico, el rumano invocó un nombre salvador. Logramos entender “¡...Primo Secretario!” Inmediatamente bajaron los rifles. El capitán preguntó a su vez “¿...Primo Secretario?” y el hombre asintió. Evidentemente, conocer al Primo Secretario del Partidul marcaba la diferencia entre la vida y la muerte en ese país. Siguió entonces una discusión de opereta, donde todos –el rumano bien vestido, el conserje y el capitán- pronunciaban con frecuencia la expresión “nostra patria socialista”. Al final, los soldados se llevaron a la rastra al rumano, pero no lo mataron.
Ya en el andén, el tren no llegaba. Cris comenzó a temblar por el hambre y la falta de sueño; de pronto, las tensiones vividas le provocaron una crisis de llanto. Parecía imposible escapar, pero al fin apareció el tren... entonces tuvimos un nuevo motivo de preocupación, porque los vagones estaban atestados como jamás he visto. Había racimos de gente sobresaliendo de las puertas, colgada de los pasamanos exteriores. Adentro el apretujamiento era peor, incluso vi personas acostadas unas sobre otras en los porta-bagajes, como si fueran maletas... Era indescriptible. ¿Viajaríamos hasta la frontera empaquetados como salchichas humanas? Pero la suerte quiso que ahí terminasen nuestros suplicios, pues al detenerse el tren, una marea humana bajó, y los vagones quedaron casi vacíos. Subimos con alivio, y huimos de ese país de terror, donde los vampiros aún seguían vivos.
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