Cita con Drácula



   Un brillo dorado viajaba por las vías al amanecer, acompañando a nuestro tren a medida que nos adentrábamos en territorio rumano. Yo veía pasar por la ventanilla la maligna tubería internacional que traía gas desde la Unión Soviética: cada tanto, mujeres en mameluco demostraban las ventajas del comunismo, cargando pesadas mazas y accionando palancas como expertas ferroviarias, una actividad reservada en occidente a los hombres. La noche anterior el ejército había inspeccionado el tren al cruzar la frontera; levantaron los asientos para mirar debajo, proyectando los haces de sus linternas. Nos preguntaron el motivo de nuestra visita a su país, y nosotros –Cris y yo- respondimos al unísono: deseábamos conocer el castillo de Drácula. En aquel tiempo no era un destino turístico, los militares no parecían entender nuestro interés. Nos obligaron a cambiar cien dólares a un precio desastroso, y abandonaron el tren.
   Ahora entrábamos a Bucarest. Carteles enormes sobre las fachadas de los edificios mostraban una misma cara sonriente: Nicolae Ceaucescu, presidente vitalicio del país. ¡Traiaska Ceaucescu! Un local político exhibía en su frente un escaparate –no una marquesina provisoria- puesto allí como para toda la eternidad, con la leyenda Partidul Socialista Romania. Ya fuera de la estación, nos apretujamos en un colectivo con un tubo larguísimo de gas sobre el techo, como un buzo gigante con ruedas. Bajamos con alivio, ya en pleno centro. Encontramos un hotel pasable, y tras descansar un rato, salimos a pasear. La ciudad nos pareció bonita, con edificios hermosos como la Opera.
   Llevábamos varias horas caminando y sentíamos sed. Nos paramos frente a un quiosco donde vendían facturas con mal aspecto, y por costumbre pedimos una coca-cola. El hombre se volvió y nos mostró algo parecido, una gaseosa rumana llamada Quick Cola. ¡Había de cola y de naranja! Contentos, compramos una de cada gusto, aunque en seguida notamos que tenían prácticamente el mismo color. Y en el fondo, flotaban cosas raras... Bebimos algunos tragos –lo suficiente para calmar la sed- y tiramos el resto, asqueados.
-Mejor busquemos un restaurante.
   Sabia decisión, en apariencia, sólo que... en todo el centro de Bucarest había un único restaurante, atendido por un mozo de frac. No nos animamos a entrar, pues contábamos con poca plata.
-Mejor vamos a un supermercado. Compramos jamón y queso y hacemos sandwichs.
   Era fácil decirlo, pero no hacerlo. En ese país aparentemente nadie comía, caminamos calles enteras sin hallar un almacén o un supermercado.
-No tengo tanta hambre.
-Yo tampoco.
   Desembocamos en una avenida comercial. Las boutiques mostraban la ropa colgada de alambres, para suplir la falta de maniquíes. ¡Pero había un cine! Daban una del pato Donald. Empecé a sentirme deprimido, tal vez por el ayuno forzado. Nos sentamos en una plaza a descansar. Sólo entonces notamos lo concurrida que estaba. ¿Madres con sus hijos, jubilados? Nada de eso. Todo Bucarest estaba sentado en las plazas, no había otra cosa para hacer. Tal vez el gobierno había concebido un programa para matar de aburrimiento a la población, pero ésta resistía.
   Huimos de ese teatro sin actores, y en una calle lateral dimos con una librería. Aquí sí, había variedad. Uno podía elegir entre leer la biografía de Nicolae Ceaucescu, las ideas políticas de Ceaucescu, sus mejores discursos, una semblanza de Elena Ceaucescu, el programa para la restauración nacional de Ceaucescu... o bien permanecer en el siglo XIX, y leer a Balzac y Flaubert.
   Ya era bastante tarde cuando dimos con un supermercado. Felices, nos lanzamos al asalto de las góndolas... pero no había mucho que asaltar. Una fila de embudos, puestos uno al lado del otro, ocupaba las góndolas superiores. El segundo y tercer nivel estaban enteramente ocupados por frascos de diversos tamaños sin marca alguna, todos bastante sucios y conteniendo tomates verdes hechos picle. Culminaban esta opulencia las góndolas inferiores, consagradas exclusivamente a sardinas en lata procedentes de la USSR. Compramos dos latas y pan, y nos fuimos a cenar a nuestro cuarto de hotel, mientras afuera caía una oscuridad de apagón.
  Al día siguiente viajamos a Transilvania. Es una bella región montañosa con mayoría de población húngara. Cuando ya estábamos llegando, comenzó a nevar. Me pareció estar soñando cuando tras la cortina de copos blancos apareció el castillo del legendario vampiro suspendido sobre un precipicio, igualito a la novela: aquella visión compensaba el esfuerzo del viaje. Llegamos a la entrada historiada de borrosas letras góticas. De pie en el umbral nos recibió el fantasma del Conde: “¡Entre libremente y por su propia voluntad!” Comprobé encantado cómo cada detalle coincidía con la descripción de Bram Stoker, desde las ventanas estrechas sobre el abismo, hasta la escalera secreta tras la sala, donde apenas cabíamos. Por ahí se escabullía el Conde para no ser visto, cuando el cuerpo le pedía acción. Todas las habitaciones conservaban sus muebles de época: los dormitorios de las damas incluso exhibían los vestidos lujosos –o lujuriosos- de aquellas antiguas vampiresas. Me recosté en la misma cama donde Johnatan Harker escribía su diario desquiciado, mientras los demás habitantes del castillo reposaban en ataúdes; en ese momento, me pareció oír vagos ruidos provenientes del sótano.
   Hicimos varias fotos –yo justo iba vestido de negro, a tono con la ocasión- y dimos por concluida la visita. Afuera nevaba; tomamos habitación en el único hotel de los alrededores, con vista al castillo. Estábamos muertos de hambre tras la caminata por la nieve, y pedimos cenar pollo. Nos trajeron unas patitas tan escuálidas, que sospechamos fuese alguno de los cuervos que rondaban afuera, puesto al asador. Por suerte la cocina era húngara, no rumana, y se comía... Subimos a nuestra habitación. Por la ventana se veía la mansión del vampiro bajo la luna, dominando el país nevado. La noche estaba llena de magia. Me asomé para atesorar ese paisaje de ensueño en mis pupilas, sintiendo la brisa en el rostro. A lo lejos aullaba un lobo... cerré los ojos en éxtasis, sintiendo un ligero roce de colmillos en la garganta. ¡Era Cris!
   Por la mañana partimos a Timisoara, ciudad cercana a la frontera con Yugoslavia. En la estación había un comedor rápido, no era cuestión de desaprovecharlo. El menú consistía en fideos fríos. Hice de tripas corazón y pedí un plato. Me lo entregaron sin demora, junto con un tenedor usado por otra persona. Lo devolví y exigí uno nuevo. Me dieron otro tenedor, también usado. Como para que me resignara. Lo tiré y agarré los fideos con la mano. Estaban cubiertos por costras negras de hollín, eran incomibles. Adiós fideos. Viajamos todo el día en ayunas, y llegamos a Timisoara de noche. La estación se encuentra en el centro mismo de la ciudad, pero al salir nos vimos inmersos en tinieblas. Apagón total. Buscábamos hotel tanteando las paredes, a veces dudábamos en la puerta mismo, pues no se distinguían letras a un paso de distancia. Preguntamos en dos o tres, recibiendo una respuesta invariable: “no rooms”. ¿Acaso la ciudad estaba llena de turistas, y nosotros no los veíamos? Difícil. Pero si los hoteleros estaban a sueldo del estado, no tenían interés en alquilar habitaciones. ¿Para qué molestarse en hacer camas y lavar ropa, si no había rédito?  La noche se presentaba complicada. Atravesábamos la plaza principal cuando sonaron unas campanadas fúnebres. Levanté la vista y atisbé una iglesia sombría y altísima, cuya cúpula resultaba invisible en la oscuridad de la noche. Escaseaban los transeúntes. Bares no había, qué esperanza. La ciudad parecía en estado de sitio. Nos cruzamos con dos mujeres vestidas con pieles, caminando a paso rápido. El miedo crispaba sus gestos, no lucían seguras. ¿Podía llevarse una vida social aquí?¿Concurrir a fiestas? A mí me parecía imposible, pero ellas lo intentaban, por lo visto.
    Finalmente llegamos al mayor hotel de Timisoara, un verdadero rascacielos. ¡Había luces encendidas y todo! Pregunté en la recepción por un cuarto, y me encontré con el invariable “no rooms”. A diferencia de otros hoteles, sin embargo, uno podía permanecer en el lobby. De hecho, una veintena de turistas había elegido esa opción, y ahora dormitaban en los sillones con sus maletas al costado. No cabía duda, éramos los únicos veinte turistas en la ciudad, y el hotel tenía trescientas habitaciones vacías. Pero “no rooms”. Nos acomodamos en un rincón, dispuestos a pasar la noche en vela. No porque los sillones fueran incómodos, no. Había otra razón para permanecer despiertos: un crecido número de vagabundos merodeaba por el lobby, acechando a los turistas dormidos. En ocasiones agarraban un bolso, y el turista a su vez, despabilado, tironeaba para retenerlo. La recepción del hotel hacía la vista gorda a tales atropellos. En cierto momento llamaron a anotarse en una lista de espera, y todos los turistas formaron fila, menos nosotros, por considerarlo inútil. ¡Si el hotel estaba vacío! Las horas pasaron. De pronto, el conserje se puso energúmeno, y echó a todos los vagabundos en un santiamén. Enseguida apareció un militar con su amante; retiró una llave y subió a su habitación. A continuación comenzaron a repartir habitaciones a los turistas, porque ahora sí había rooms. 
Nosotros quedamos últimos por no figurar en la lista, y así pudimos ver desde nuestro sillón como todos pasaban, excepto un rumano bien vestido a quien dejaron para el final. Comenzó entonces una discusión con el conserje. Aunque no entendíamos todo cuanto se decían, sí captábamos palabras sueltas que nos permitían comprender la esencia de la discusión. El hotelero no quería alojar al rumano porque éste –a diferencia de los turistas- no pagaba con dólares, sino con moneda rumana. Así pues, “no room” para él. La discusión subió de tono, y empezó a oírse con frecuencia la palabra “milizia”. En efecto, el conserje hizo un llamado telefónico, y a los dos minutos apareció un pelotón de la “milizia” compuesto por cuatro soldados y un capitán. 
   Arrinconaron al rumano contra la pared y le apuntaron con sus rifles, dispuestos a fusilarlo allí mismo. Nosotros seguíamos la escena aterrados. En ese momento agónico, el rumano invocó un nombre salvador. Logramos entender “¡...Primo Secretario!” Inmediatamente bajaron los rifles. El capitán preguntó a su vez “¿...Primo Secretario?” y el hombre asintió. Evidentemente, conocer al Primo Secretario del Partidul marcaba la diferencia entre la vida y la muerte en ese país. Siguió entonces una discusión de opereta, donde todos –el rumano bien vestido, el conserje y el capitán- pronunciaban con frecuencia la expresión “nostra patria socialista”. Al final, los soldados se llevaron a la rastra al rumano, pero no lo mataron.      Como si nada hubiera pasado, el conserje se acercó sonriente, y me dijo: “I have just a room free for you, now”. ¡Casi hace fusilar al rumano para no darle alojamiento, y ahora me ofrecía una habitación! A todo esto, eran las tres de la mañana, y nuestro tren partía a las seis. Yo no quería pagar 60 dólares por dos horas de sueño, así que rechacé el ofrecimiento. "I take the train in two hours". "Okey, you can rest here". Así pasamos el resto de la noche en el sillón, y al amanecer abandonamos el hotel rumbo a la estación del tren. Allí vimos una cola de gente esperando comer los fideos sucios-fríos, que se extendía por más de doscientos metros. ¡Pobres esclavos! Madrugaban para ir a comer esa porquería... 
   Ya en el andén, el tren no llegaba. Cris comenzó a temblar por el hambre y la falta de sueño; de pronto, las tensiones vividas le provocaron una crisis de llanto. Parecía imposible escapar, pero al fin apareció el tren... entonces tuvimos un nuevo motivo de preocupación, porque los vagones estaban atestados como jamás he visto. Había racimos de gente sobresaliendo de las puertas, colgada de los pasamanos exteriores. Adentro el apretujamiento era peor, incluso vi personas acostadas unas sobre otras en los porta-bagajes, como si fueran maletas... Era indescriptible. ¿Viajaríamos hasta la frontera empaquetados como salchichas humanas? Pero la suerte quiso que ahí terminasen nuestros suplicios, pues al detenerse el tren, una marea humana bajó, y los vagones quedaron casi vacíos. Subimos con alivio, y huimos de ese país de terror, donde los vampiros aún seguían vivos.





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