Impresiones de Oriente



   Mi viaje a Oriente tuvo un prólogo y un epílogo, comenzó y terminó en España. Y tal vez tenga mayor sentido así, porque del contraste con Occidente es como mejor captamos la personalidad de Oriente, como un cuadro donde la figura resalta contra un fondo de colores complementarios.
   No pretendo aquí sintetizar el complejo espíritu de Oriente, sino apenas recoger algunas impresiones de viaje. Las he fechado para dar una ilusión de orden, aunque no contienen el registro exhaustivo de cuanto hice o vi, por lo que no forman propiamente un diario. Son vivencias o reflexiones íntimas, eso que nunca podrá captar una foto.

7 de julio. Ese día había pasado de todo. Por la mañana temprano estuve en la plaza de toros de Pamplona, viendo el encierro de San Fermín. Pocas veces me divertí tanto, los toros revoleaban a españoles y extranjeros por igual. Terminado eso, viajé a Santander. De allí cogí otro bus a Reinosa, donde inicié la caminata a San Pedro de Cervatos. No fue fácil encontrar esta iglesia, oculta tras un túnel y una autopista que atraviesan la campiña. Perdido y solo, no tenía a quién preguntar. A las cinco de la tarde la encontré, y sin tomarme siquiera un respiro, me puse a filmar los canecillos pornográficos que la decoran. En esta iglesia no están Jesús, ni María, y uno llega a preguntarse si de veras es cristiana. Volví a las ocho, apenas a tiempo para engullir un chocolate caliente y tomar el autobús de regreso a Santander.
   Ahora eran las once de la noche, y yo estaba frente a la puerta del albergue para peregrinos, cerrado. Una mujer venía arrastrando su carrito de compras, digo ésta tal vez sepa dónde ubicar al administrador. La señora se paró indecisa ante mi consulta, era menuda y bajita, apenas llevaba nada en el carrito. Espere, yo lo vi, me dice, está cenando allá, y me acompaña media cuadra hasta un restaurante donde un grupo jovial hacía sobremesa, evidentemente ajeno a mis problemas. No me pareció pertinente molestar, y decidí marcharme. ¿Adónde va? Me pregunta la viejita, y yo “No sé”. No puede quedarse solo en la calle con este frío, dice ella. Mi autobús sale a las tres, le respondo, no vale la pena irme a un hotel. Espere, yo conozco un hotel donde una vez me dejaron quedarme viendo la televisión. Le voy a mostrar dónde es. Y sin hacer caso a mis protestas, la mujercita me guía por las calles oscuras. Llegamos al hotel -cinco estrellas-, y la señora intercede por mí, pero yo anulo su petición de asilo con un “no hace falta”, para alivio del hotelero.
    Salimos y me quiero despedir, pero ella no se queda tranquila. “Me voy a una cafetería…” “No, que pronto cierran, y usted se queda en la calle”. Ambos estábamos indecisos, nuestra precaria sociedad era una balsa a la deriva en medio de la noche. Qué hago junto a esta vieja, me digo, pero la situación inexplicablemente perdura. Ya sé, dice ella, puede ir a la estación. “Está cerrada hasta las tres”, objeto. Que no, que yo hablo con el guarda y lo deja pasar. Retomamos nuestra peregrinación y llegamos a la estación. La valiente mujer habla con el guardia, y –oh milagro- éste me deja pasar. “Rece por España y por mí”, dice mi benefactora al despedirse. Yo busco las palabras adecuadas en mi corazón, gracias me parece poco por tanta bondad desinteresada. “Voy a acordarme de usted” le digo, y es cierto. Ahora era a mí a quien dolía dejarla sola en esa noche fría. Ay, olvidé preguntarle su nombre…

Mediados de julio. Voy por una autopista, no sé si hacia la estación de tren Beijing oeste o a la de Xi’an. Frente a mí desfilan los edificios oficiales, macilentos bajo el sol de la tarde. Una bruma de oro los envuelve, dotándolos de una gloria opaca, estable, eterna. Muy por debajo de ellos, evoluciona una multitud intrascendente que los sirve, pero ellos la trascienden. Este es el imperio asiático, nacido en tiempos inmemoriales y destinado a perdurar. Su vecino es Rusia, interminable en extensión, pero no tanto en el tiempo: los siglos pueden modificarla y deshacerla. China en cambio es inmutable. Cualquier cambio no altera su esencia. Es una de las cuatro razas-madre de la doctrina teosófica, uno de los pilares de la humanidad. Y esta majestad intemporal ha impregnado incluso los edificios más modernos, construidos por el gobierno maoísta.

Los chinos son caóticos. Circulan en todos sentidos por las calles en autos, buses, triciclos a pedal, motos, bicicletas… o a pie, cuando ninguno de esos vehículos los atropella. Escupen en el suelo, se agachan como para cagar pero descansan o revisan su celular. Los niños llevan el culo al aire, su pantalón se abre en dos de la cintura para abajo para hacer pis o lo que fuese sin necesidad de bajárselo. En los mercados venden patas palmípedas para hacer sopa, bulbos amorfos, frutas desconocidas, huevos de codorniz fritos ensartados en brochetas.
   Su lenguaje es imposible. Su gusto para vestirse, pobre. Respetan a los ancianos, y poco más. La palabra a veces vale, a veces no. No me reconozco en ellos, ni ellos en mí. Cris llamó mucho su atención. Una china nos pidió fotografiarnos con su hijo: ni el niño ni nosotros entendimos porqué, pero salimos sonriendo en la foto.
   De noche, en medio de una niebla que apenas dejaba ver los edificios, vimos dos telescopios gigantes apuntando al cielo con sendos rayos láser. Me acerqué intrigado, y un chino me ofreció ver a Saturno a cambio de 50 yuanes. Muy satisfecho de sí mismo, el hombre repetía “Saturn”, cada vez más afantasmado. Preferí seguir de largo, esa semana ya me habían hecho varios cuentos chinos.

   El futuro del Partido está asegurado. Aquí se proyecta en serio: cuando se construye una nueva estación, cada andén es de quinientos metros por veinte, capaz de albergar a diez mil personas. Uno ve inmensas explanadas vacías, pero el pueblo chino llegará a poblarlas.
   Aún veo la nueva estación de Xi’an, desierta en la bruma, con sus andenes vírgenes multiplicados como en un espejo. Ella aguarda las generaciones que nosotros no veremos, hormigueando en un mundo inimaginable.


22 de julio. En el hotel de Hong Kong nos recibieron con una bandeja cargada de frutas, gesto que agradecimos devorándolas al instante. Luego leímos un aviso muy elegante puesto sobre el escritorio junto con una hoja de árbol, donde se nos informaba que a fin de “to protect the environment”, no cambiarían las toallas ni las sábanas durante nuestra estadía. No conformes con darnos frutas, nos regalaron esta fina muestra de hipocresía… 

Para los chinos todos sin excepción de sexo o edad, es de absoluta necesidad fotografiarse haciendo la V de la victoria. Abstenerse de indagar el motivo que los impulsa a realizar ese gesto. Y mucho menos, preguntar ¿a quién le ganaron?

27 de julio. Casi cualquier templo tailandés manifiesta una belleza pura, irreal. Buscando Wat Arun dimos con una villa miseria que rodeaba el templo como un laberinto. Cada tanto un muro aparecía –infranqueable- y luego volvíamos a perdernos. Yo temía un atraco, mas no encontraba la entrada al templo, ni la salida de ese barrio. Por fin un canal mugriento apareció y al cruzar el puente, hete aquí que nos hallamos ante el templo blanco, o mejor, una torta de crema de varios pisos, con nichos de budas dorados protegidos por parasoles rojos. Automáticamente cesaron mis temores, porque aquí el crimen y la fealdad quedaban afuera. Nos descalzamos y disfrutamos del fresco a los pies del Buda. Entre las arcadas se formaba un túnel de viento…


29 de julio. El parque de elefantes de Tailandia es un lugar siniestro donde los animales viven encadenados hasta que los sacan a pasear turistas sobre el lomo, amenazados con palos. Salimos a dar nuestra vuelta en elefante, cómo no, y por poco nos matamos cuando la bestia bajó al río con nosotros a cuestas. ¡Tambaleándome al borde del abismo, todavía intentaba filmar la escena! Cada tanto, el conductor pinchaba al animal en la cara con una punta de hierro para que no se frenase en medio del río. 
   Concluido el paseo, pasamos por un pequeño centro de interpretación y tienda de souvenirs. Allí un cartel resumía el sentir del personal de este maravilloso parque, exhortando al visitante: “Save the elephants!” Cierto, habría que salvar a los elefantes, pero no de la extinción, sino de sus carceleros…

30 de julio. Cuando vi a la mujer con cuello de jirafa, me dije yo a ésta la conozco. Había salido en la tapa de Nat Geo. Creí estar junto a un animal extinguido, había un desfase temporal entre ella y yo. En esa remota aldea del norte de Tailandia perdura todavía un estertor de la prehistoria. Después vi otra mujer jirafa, y era igual a la primera. Quedan cuatro o cinco viejas con cuello largísimo, luego hay unas pocas jovencitas que se ponen los aros de bronce, pero están abiertos por detrás. Hubiese querido preguntar a la vieja ¿qué se siente ser el último de tu especie? En lugar de eso sonreí para la foto, y le compré dos bufandas para abrigar el cuello.

3 de agosto. Ahora estoy en Java, después de pasar por Malasia. El clima es el mejor, soleado y con una brisa fresca. También aquí hay cosas interesantes para ver, como el templo brahmánico de Prambanan, o el budista de Borobudur, que es una locura, una montaña erizada de stupas...


7 de agosto. Los balineses hacen un recipiente con una hoja doblada, y adentro ponen flores, incienso y hasta una galletita, van hacia una estatua o un árbol y se lo ofrendan haciendo un gesto raro con la mano. También dejan estas ofrendas en la vereda, frente a su negocio, para empezar bien el día. ¡Es difícil esquivar tantas ofrendas, y uno debe cuidarse para no patearlas, y ofender a los dioses!
Es raro, pero a medida que me acerco al ecuador en este viaje, cada vez hace menos calor. En Java, Bali y Lombok, las islas que estoy visitando, la temperatura no supera los 30 grados, y está soleado. Lombok ya pertenece a Oceanía, aquí los animales empiezan a ser marsupiales.

14 de agosto. Desde el avión veo el mar nocturno constelado de luces. No son las luces de las ciudades, innumerables y débiles, que parecen hilos de oro; estas son luces aisladas y potentes como astros. Me digo que debemos haber bajado para verlas tan cerca, el piloto dijo algo de Beijing y the weather, no logré entenderlo. ¿Será que nuestro vuelo se desvía y aterrizaremos en Taiwán? Pero el visor marca otra cosa, estamos sobre el océano. Inquieto, pregunto al stewart, quien responde "I think these are the lights of the fishermen". A dies mil metros de distancia brillaban como faroles en el jardín. Imagino que abducirán a los peces como ovnis submarinos... Gran fiesta nocturna en el mar de la China. 

15 de agosto. Hemos viajado persiguiendo al sol así que llego a España y aún es de día. Me ducho en el hotel, lavo mi ropa, y salgo a pasear para no ceder al sueño. Aún debo adaptarme al nuevo horario. Hay poca gente en las calles de Madrid, es agosto. Atravieso la arcada de la Plaza Mayor y me paro ante una vidriera que exhibe espadas con cruces templarias grabadas en la hoja. El acero reluce al sol, todo aquí tiene una calidad superior a Oriente: las armas, los negocios, las mujeres. Tomo por una calle trasversal y entro a una iglesia: me extraña no ver al Buda. En su lugar hay un personaje gris, sin entidad, atado a una cruz. Es lógico, me digo, en Oriente todo el brillo se concentra en los templos, afuera quedan unas calles pobres y caóticas, y unas gentes desprolijas. En Occidente es al revés, la calidad está en la gente, y la religión es una abstracción sin peso, expresada en iglesias opacas y tristes. Espiritualidad y materialismo, sin que esto se confunda con bueno y malo. Son, simplemente, enfoques distintos de la vida. Y en mi corazón, después de conocer el Oriente, no puedo decidirme por uno solo.











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