Viajamos entre el follaje lujurioso, con el abismo vertical de Iguazú a
nuestra izquierda. El pasaje se compone mayormente de morenos con apariencia de
hindúes evolucionados. Algo en sus rasgos los diferencia de aquella raza, mas
no sabría decir qué. Tal vez la displicencia con que miran los pájaros a través
del espacio mirador (el bus no tiene ventanas), o la autosuficiencia a lo Buda
de sus sonrisas. Luego caigo en la cuenta de que simplemente son brasileños o
peruanos. Su piel es perfecta como la madera del roble. Son la aristocracia del
siglo XXI, su tarjeta de crédito vale como un título nobiliario. Visten ropa
deportiva de marca, confeccionada por trabajadores esclavos iguales a ellos.
Pero el dinero los separa de aquella chusma como una pared metafísica.
Ahora nos internamos en la selva por la nueva carretera Transamazónica.
Cruzamos pueblos recién nacidos a la prosperidad, cuyos nombres ferozmente
tupíes y guaraníes delatan su descendencia de aldeas indígenas: Jaraguá,
Tabatinga, Piquirí, Tebicuarú, Tucurubí, Ananguazú, Purús, Bé, Jurubetube… los
tejados se ocultan tras los bosques de palo rosa y pindós, farolas
fotoeléctricas titilan en medio de la espesura por las noches.
Pero la selva no ha sido del todo civilizada. Aquí y allá perviven
algunas tribus primordiales, absurdas en su fidelidad a la tradición ancestral.
Vamos a encontrarlas, para darnos un baño de primitivismo en un mundo donde
casi no lo hay. Nuestro destino es un remoto poblado salvaje en el alto Xingú,
donde hace un siglo desapareció el coronel Fawcett. Sus habitantes son los
Morcegos, indios feroces de costumbres caníbales.
Ya el autobús se aparta de la Transamazónica, y sigue por una huella de
ripio durante horas. Al fin se acaba, entonces tomamos nuestras mochilas y
seguimos a pie. La Sierra del Roncador se divisa a lo lejos entre los vahos de
la jungla. Marchamos hasta el anochecer, amenazados por los sututus que se
meten bajo la piel de la espalda, y las molestas moscas pium, que perforan la
carne como un sacabocados microscópico. Por fin llegamos a la aldea de los
Morcegos, cuando apenas hay luz. Unos niños cubiertos de barro salen a
recibirnos; la maloca principal es una aripuca o trampera gigante, hecha con
troncos enormes horizontalmente superpuestos, y cubierta con techo de paja. Las
demás viviendas, dispuestas alrededor de ella, son apenas pozos bajo la tierra,
pues estos indígenas no han abandonado su modo de vida troglodita.
Nuestro guía reparte regalos a los niños, pelotas de fútbol y cuentas de
vidrio azul, artículos que por su exotismo y novedad provocan gritos de
entusiasmo y corridas a nuestro alrededor. El alboroto hace salir al cacique de
su cueva, es un hombre de piel muy oscura y rugosa como cuero. Va desnudo, a
excepción de un taparrabos atado al pene, del cual pende una hoja enrollada muy
larga, destinada a impresionar. Las mujeres de la aldea van desnudas por
completo.
En seguida nos distribuyen en sus cuevas, la hospitalidad incluye sexo
con los forasteros. Yo hago lo que puedo con una mujer que no me atrae, y
enseguida me duermo. Al otro día nos reunimos en la maloca principal, ya
estamos todos menos el cacique y la antropóloga de la expedición. De pronto se
eleva un murmullo, cuyo tono sugiere sorpresa y consternación. No comprendo la
causa hasta que veo al cacique desnudo, sin su taparrabos. Obviamente, esta es
su insignia de mando, aparecer así ante su gente rebaja su status. Se tiende en
una de las tantas hamacas periféricas que cuelgan de los troncos de la aripuca,
e ignora los murmullos, que van en descenso. Pero como las olas del mar,
vuelven a elevarse, esta vez más amenazadores, hasta convertirse en un clamor
general. La antropóloga ha aparecido en tanga, y esta parece ser la causa de
tanta indignación, a juzgar por los gestos que le hacen las viejas de la tribu.
Por lo visto, el taparrabos es exclusivamente masculino en esta tribu, y las
mujeres no tienen derecho a usarlo. Los indios parece que van a lincharla, pero
ella avanza hasta la hamaca del cacique, y se queda de pie ante él. Todos
callan de repente, esperando una orden, un simple gesto que precipite el
linchamiento. Los minutos pasan, haciendo crecer la expectativa, pero el cacique
no hace nada. Entonces, sin que nadie lo prevea, la antropóloga se sube a la
hamaca, y se sienta a horcajadas sobre el vientre del cacique. Una exclamación
de asombro escapa simultáneamente de varias gargantas, pero nadie se mueve. Por
fin, el cacique reacciona: levanta sus dos palmas al cielo y las mete bajo las
nalgas de la antropóloga, quien queda dueña de la situación.
Así quedan un rato largo, sin moverse, a excepción del ligero vaivén de
la hamaca. El gentío se dispersa, confundido. Hoy un tabú se rompió para la
tribu. Las antiguas costumbres han perdido vigencia. De aquí en adelante, los
temidos Morcegos, legendarios caníbales, entran en la posmodernidad.
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