El interior de la tienda era oscuro, o tal vez, los objetos allí
expuestos acentuaban esa impresión de luz escasa. Una vieja de mirada sombría
se estaba quieta en el fondo, como una máscara o un juguete antiguo más.
Habíamos entrado porque sí, yo venía de cobrar unos intereses inesperados y me
sentía gastador. Llamaron mi atención unas manos de gorila amputadas para usar
como cenicero; me maravilló que alguien pudiera pagar por esa muestra de
crueldad gratuita.
-Son auténticas. –declaró la vieja,
viendo en mí a un potencial comprador.
-No lo dudo. –repuse con
indiferencia.
La vieja se volvió y me tendió una ficha de plástico con un 13 grabado.
-Tome, para la suerte.
Sopesé mi respuesta unos segundos, y por fin respondí.
-No, gracias.
La mujer entonces me miró de una manera diferente, como si me viese por
primera vez.
-¿Supersticioso?
-Sí y no.
Respuesta seca. Me encaminaba ya a la salida, cuando Cris –tan inocente
ella- me tiró de la manga:
-Mirá…
Volteé hacia donde ella señalaba, y vi una muñeca rusa muy bella,
celeste y dorada.
-En mi país las llamamos matrioshka.
–informó la patrona, al notar nuestro interés. Y añadió- Yo nací en San
Petersburgo.
Se puso de pie, dominándonos con su estatura. No sé porqué, pensé que
cabían varias mujeres dentro de ella. Puso la muñeca en manos de Cris y le
ordenó con voz destemplada:
-Ábrala.
Mi esposa tactó, giró, observó minuciosamente buscando una separación,
mas no la había: la matrioshka era hermética. La vieja parecía divertirse de lo
lindo.
-Es muy liviana… parece de papel, o
una madera etérea…
Cris devolvió la muñeca, entonces la dama extrajo de un cajón una
linterna muy rara y nos miró con aire de superioridad.
-¿Quieren conocer el secreto?
Sin esperar respuesta, enfocó el rayo de la linterna sobre la matrioshka,
y hete aquí que ésta se tornó transparente, dejando ver la segunda muñeca
escondida en su interior. Dos manos aferraban sus trenzas por detrás:
pertenecían a la primer muñeca. A su vez, las manos de la segunda matrioshka
desaparecían bajo su vestido rojo, y yo me pregunté si aferraban a la tercer
muñeca, por ahora invisible. La vieja pareció adivinar mi pensamiento.
-La linterna lanza seis rayos de luz,
cada uno permite ver la siguiente matrioshka, tornando transparentes las
anteriores.
-Es muy ingenioso. ¿Cuánto vale?
-Ah, esto parece que sí le interesó.
¿Sabe? Es un diseño exclusivo. Lo hice yo.
-¿De veras se le ocurrió a usted?
-Sí señor, como lo oye. Me inspiré en
mis hermanas, que viven en Rusia. Nosotras somos siete, como las muñecas. Así
nos llamaban en San Petersburgo, las matrioshkas.
-Suena lindo el apodo.
-A mí no me gustaba. Y a mis hermanas
tampoco. Por la leyenda aquella, de que la séptima se convierte en lobo…
-Bueno, acá se dice eso del séptimo
hijo varón.
-Allá también, pero nunca se sabe…
-Nunca se sabe…
-Por eso tuvimos que encerrar a mi
hermanita menor, para que no salga a comerse a las personas.
-Claro, buena idea.
-Usted se burla, pero allá nos
tomamos esas cosas en serio. Encerrada está mi hermanita menor, y no puede
hacerle daño a nadie. Yo soy la primera, Norna Makarova, y cada siete años me
nació una hermana. La última, Lena, es cuarenta y dos años menor que yo.
-Linda historia familiar. ¿Y se han
casado sus hermanas?
-No, ninguna. Todas viven en una
casita pintada de rosa, al lado de donde vivió Rasputín.
-Eh… volviendo a lo nuestro…
-Se la dejo en trescientos dólares.
-Ni loco.
-Va con la linterna.
-Sí, pero no.
-Usted se lo pierde.
-Amigos igual.
Hice ademán de irme, pero me detuvo.
-Espere. Por ser usted, se la dejo a
mitad de precio.
La mirada de Cris y la mía se encontraron: no hizo falta más.
-Trato hecho.
Esa noche, en casa, pusimos la muñeca sobre la mesa de luz, y en lugar
del velador, prendimos la linterna comprada en la tienda: un rayo de luz
violeta muy hermoso transfiguró el objeto, permitiendo ver la segunda
matrioshka en sus más nimios detalles. El efecto era mágico, y nos felicitamos
por nuestra adquisición. Pulsé de nuevo el botón de la linterna, y el rayo
cambió a un puro azul: la tercera matrioshka apareció, con las orejas tapadas
por las manos de la segunda, cuyo cuerpo era ahora transparente. Vaya, no son
todas iguales, pensé.
-¡Pasá a la siguiente!
Mis tiempos de contemplación son siempre más largos que los de Cris,
como se comprueba cada vez que miramos cuadros o alguna maravilla natural.
-No me apures.
Y valía la pena admirar esta muñeca, tan coqueta, tan detallada, bañada
en prístina luz azul. Pero ya oprimía el botón para no impacientar a mi cielo,
y hete aquí que un rayo verde escapado del arco iris atravesó las tres primeras
matrioshkas, dejándonos ver la cuarta: tenía la nariz apretada por los dedos
índices de la muñeca anterior, de forma tal que no podría oler el incienso
prendido en la habitación, aunque estuviese viva. A propósito, olía a romero,
mi aroma favorito.
-Es un poco bizarra la composición…
-No más bizarra que esa vieja rusa…
Le di al botón, y ahora el rayo se tornó amarillo. La quinta matrioshka
se hizo visible: sus ojos estaban tapados por dos manos, pertenecientes a la
muñeca anterior.
-No te muevas… No oigas, no huelas,
no mires…
-Parece una advertencia.
-O una metáfora.
-A ver cómo sigue…
Pulsé una vez más y el rayo se puso naranja. “Alerta naranja”, pensé, y
la sexta matrioshka se mostró, con la boca tapada por las dos manos de su
superiora.
-¡No hables!
-Las muñecas guardan un secreto.
-La última debe ofrecer la clave.
Tuve un presentimiento desagradable al disparar el sexto rayo: bajo una
siniestra luz roja apareció la séptima matrioshka, con los brazos en cruz
enfundados en un chaleco de fuerza, y el cuello ferozmente apretado por dos
manos pertenecientes a la matrioshka anterior, su verdugo. Quedamos atónitos un
rato, sin poder creer la maldad expresada en esa serie de figuras.
-Vieja de mierda…
-¡Con razón nos bajó el precio!
-¿Se piensa que a alguien le gusta
esto?
Nos sentíamos estafados. Por un momento barajamos la posibilidad de
llevarle de vuelta su objeto maldito, pero no nos devolvería nuestro dinero.
Una venta es una venta, me dije, no se puede deshacer. Quizá mi formación
jurídica influía mi manera de ver el trato como algo irrevocable.
-Bueno, al diablo con la vieja, yo
esto lo quemo.
Contra su costumbre, Cris no objetó nada. Pusimos carbones de incienso
en una bandeja de acero, y sobre ellos la muñeca. Prendimos fuego, y en un
santiamén las llamas la cubrieron, devorando una por una las siete matrioshkas.
Cinco minutos después todo eran cenizas. Revolví con el dedo, para asegurarme
de que ningún fragmento sobreviviese intacto, y para mi sorpresa toqué algo
duro. Muy duro. Lo rescaté de las cenizas y lo limpié, incrédulo: ¡un corazón
de rubí! Pertenecía a la séptima muñeca, la más pequeña. Al quemarlas todas, yo
lo había liberado.
-Bueno, al menos esto compensa el
gasto…
-Se puede engarzar para servir como
dije, colgando de una cadena de oro.
No me entusiasmaba la idea de que ella usara esa joya sobre su pecho.
-Yo lo vendería en la calle Libertad.
-¿Para qué? ¿te falta plata?
-No.
-Entonces dejámelo. Es bien bonito.
-Como quieras… es tuyo.
¿Hace falta decir
que las mujeres siempre ganan?
Un año después había olvidado casi el incidente. Cris y yo cumplíamos
nuestras bodas de plata, y decidimos tomar un crucero para celebrarlo. Veladas
de lujo en teatros flotantes y bailes en el Titanic ofuscaban nuestra
imaginación. Reservé un camarote en el MSC Poesía, con escalas en Copenhague,
Estocolmo, Tallin y San Petersburgo. Armamos nuestras valijas con mucha ilusión
y volamos a Berlín. Tres días después estábamos en Kiel, puerto alemán sobre el
Báltico. Las gaviotas nos dieron la bienvenida con sus gritos melancólicos:
habíamos llegado al mar. Pero la verdadera aventura aún no empezaba. Al día
siguiente bajamos al puerto, y allí estaba el Poesía: tres cuadras de largo,
catorce pisos, más de mil camarotes, discotecas, bares, restaurantes, un teatro
inmenso… indescriptible. Digno de dos poetas como nosotros, nos dijimos, y nos
dejamos arrebatar por la vorágine del lujo.
La travesía fue un sueño que no referiré aquí; baste saber que como
cereza del postre, Cris bailó una noche con el capitán. Los días volaron, y nos
acercábamos a la última escala de nuestro viaje: San Petersburgo. Recordé que
aquí vivían las hermanas de la vieja rusa, y un desasosiego vino a turbar mi
ánimo. ¿No había dicho la bruja que su hermana menor vivía encerrada por si se
transformaba en lobo? Yo no podía olvidar esa historia después de haber visto
la terrorífica matrioshka fabricada por Norna. Me pregunté si… no, qué locura.
Me pregunté si en efecto, una joven vivía secuestrada por sus hermanas en San
Petersburgo sin que nadie lo supiera, excepto dos argentinos cuyo itinerario
los había llevado por casualidad hasta ahí.
Y dos días después, esos argentinos abandonarían para siempre la ciudad,
sellando su destino… Un impulso me hizo levantarme de mi reposera en cubierta,
sobresaltando a mi mujer.
-¿Dónde vas?
-Voy a entrar a Internet, ya vuelvo.
Bajé al séptimo piso donde había computadoras, y abrí Googlemaps. “San
Petersburgo casa de Rasputin” tecleé. Ahí estaba indicada Дом Распутина, cómo no, mi conocimiento del griego me permitía leer las letras rusas.
No sería difícil hallar la casita rosa. Un súbito calor de excitación me
invadió, mi cuerpo se preparaba para la acción antes de que mi mente decidiera
involucrarme en una aventura incierta.
Salí de Googlemaps y entré al traductor
online español-ruso. Tecleé: “Señorita Makarova”. “Hola, somos de Buenos Aires,
Argentina. Venimos de parte de Norna para traerles un regalo de su hermana”. Y
en el recuadro de al lado apareció la traducción: Мисс Макарова. Здравствуйте,
мы в Буэнос-Айресе, Аргентина. Мы
пришли из Norna принести подарок от сестры.
Tomé
papel y birome y empecé a anotar ésta y otras frases de circunstancias que se
me ocurrieron. El único problema sería encajar dichas frases con las respuestas
que me diesen las hermanas de Norna, pero esto era un detalle menor. Sobre la
marcha resolvería el problema, ahora me interesaba encontrar un regalo adecuado
para la ocasión. Necesitaba consultar con Cris, de modo que volví a cubierta y me
tendí en la reposera a su lado.
-Mañana,
cuando lleguemos a San Petersburgo, quiero ir hasta la casa de Rasputín. Ahí
viven las hermanas de la vieja que nos vendió la matrioshka el año pasado,
justo al lado. ¿Sabés qué podría llevarles de regalo?
Me miró como a un marciano.
-¿Hablás
en serio?
-Por
supuesto.
Sostuve su mirada un rato, y ella vio mi
determinación.
-Ajá…
¿y les vas a hablar en ruso?
-Sí.
Nuevo silencio. Al fin vi instalarse en sus
labios una sonrisa cómplice.
-Okey…
okey.
Podía contar con ella, como siempre. Su
mente ya trabajaba para mi proyecto.
-Ya
sé. Podemos llevarles un mate.
-¿Y
de dónde lo sacamos?
-De
la valija.
Increíble. Cris había traído de todo, hasta
un mate con un paquetito de yerba, por si extrañábamos esta bebida durante el
crucero.
-Listo,
ya tenemos el regalo. Mañana, después de visitar el Hermitage, nos vamos chez Makarova.
-A
tomar mate.
-Si
nos reciben…
Por la mañana temprano arribamos a San
Petersburgo. Sólo se veían monobloks, el centro con sus cúpulas doradas quedaba
lejos. Desembarcamos los primeros –los argentinos no necesitamos visa para
entrar a Rusia- mientras los europeos se apiñaban para ser admitidos en manada
dos horas después. Pasamos buena parte del día perdidos en el inmenso palacio
del Hermitage, cuya opulencia interior parece salida de un larguísimo y
complejo sueño. Con razón los comunistas se cargaron al zar Nicolás y su
familia, pensé, harto de tanto lujo.
Salimos agotados. En la calle hacía 36°, y
eso que el círculo polar ártico no estaba lejos. Comimos en una sandwichería, y
ya repuestos, decidimos hacer nuestra visita a las hermanas Makarova. Paré un
taxi y ordené al conductor “Дом Распутина” con mi mejor acento ruso. El hombre arrancó decidido, y yo me dije que la cosa podía
funcionar. Tomamos por Alexander Nevsky prospekt, luego la costanera Sinopskaya
junto al Neva. Poco después el coche se paró en una cortada de aspecto sórdido,
cerrada por una torre redonda donde vivió el consejero del zar; habíamos
llegado a destino. Pagué al taxista y quedamos solos. Casi frente a nosotros se
veía una casa con techo a dos aguas, pintada de rosa. Parecía una casita de
muñecas, y yo esperaba que fuese precisamente eso. Llegamos a la puerta y
golpeé la aldaba. Silencio. Dos golpes más. Al rato oímos pasos del otro lado,
y la mirilla se abrió, dejando ver un rostro desconfiado.
-Мисс Макарова?
- да.
-Здравствуйте -saludé-, мы в Буэнос-Айресе, Аргентина.
–mientras recitaba las frases aprendidas de memoria escrutaba el rostro de la
mujer al otro lado de la puerta: se parecía, cómo no, se parecía a Norna- Мы пришли из Norna принести подарок
от сестры.
La mirilla se cerró, y por un momento pensé
que la había asustado. Pero enseguida se abrió la puerta, y una figura robusta
y risueña nos recibió, invitándonos a pasar. No nos hicimos rogar, y acto
seguido nos encontramos dentro de la salita más perfecta que vi en mi vida. No
ostentaba el lujo del Hermitage, desde luego, pero era perfecta en otro
sentido. La disposición de los muebles, el mantel de puntilla cubriendo la
mesa, los cuadros, las flores, todo contribuía a crear un ambiente íntimo y
sereno, gobernado por el orden. Nuestra anfitriona batió palmas y llamó a voz
en cuello:
-¡Tatiana,
Ludmilla, Valentina, Olga!
Las cuatro hermanas vinieron a saludarnos
por turno, todas seguían un orden decreciente en tamaño y fealdad, según la
edad. La más joven era bastante bonita, le calculé unos veinticinco años.
-Mirka
–graznó la dueña de casa, tocándose el pecho. Su fisonomía era muy
desagradable, aunque menos sombría que Norna, su hermana mayor emigrada a la Argentina.
-Cristina,
Dimitri –respondimos imitándola, con una sonrisa de circunstancias. Nos invitó
a sentarnos, y así nos encontramos observados por diez ojos expectantes en
rodeo ajeno. Cris sacó de su cartera el mate, primorosamente envuelto en papel
regalo, y se lo ofreció a Mirka.
-от Norna –acerté a repetir una parte de
la fórmula aprendida. La mujer desenvolvió el regalo y se quedó bastante
asombrada mirando el vaso de cuero crudo y la bombilla.
-Mate
–anunció Cris, como si esa sola palabra bastara para explicar la utilidad del
objeto. Pero no bastaba, entonces sacó un paquetito de yerba y la volcó en el
vaso. Hizo gesto con el dedo pulgar de echar agua adentro, acompañado por un
silbido para indicar que debía estar caliente. Una de las hermanas comprendió,
y salió para la cocina a calentar el agua.
Siguió un silencio incómodo, disfrazado de
cordialidad por nuestras sonrisas forzadas. Yo me preguntaba dónde estaba Lena,
el único objeto de mi visita era ella. Los minutos pasaban, y no aparecía.
Olga, la anteúltima, me clavaba los ojos con expresión extática, que por
momentos viraba al terror. Luego volvía a sonreír como si nada. Llegó el agua
caliente, y se agregó al mate, con un poco de azúcar. Sorbí el primero con
visible satisfacción, y luego convidé a Mirka; así se armó la rueda del mate en
aquel barrio de San Petersburgo. En cierto momento Cris pidió ir al “tualet”, y
se perdió por un pasillo, dejándome solo en la encantadora compañía de las
cinco hermanas. Diez minutos después, me dolían las comisuras de la boca de tanto
forzar la sonrisa. Al fin volvió, y declaró en voz alta:
-Vamos.
Yo vacilé un momento, pero ella tomó mi mano
con firmeza. Me levanté y repartí los besos de rigor, mientras las hermanas
repetían “спасибо”
y saludos, muchos saludos para Norna. Serán dados. Pero ya mi mujer me
arrastraba con premura a la calle.
-La
tienen encerrada en un sótano.
-¿Cómo
sabés?
-Cuando
fui al baño eché una ojeada a los dormitorios, y en el último vi una
puerta-trampa en el piso. Me acerqué y susurré “Lena”, no me atrevía a decirlo
en voz alta, porque una de las hermanas rondaba la cocina. Entonces, cuando me
estaba por ir, sentí un golpeteo, incluso me pareció oír una voz sofocada que
venía de abajo. Probé a levantar la puerta-trampa, pero está con llave. No tuve
más remedio que abandonar y volver a la salita.
-Disimulaste
bien…
-Esas
brujas mantienen encerrada a su hermana como una comadreja, es horrible.
Manteníamos esta conversación en el taxi que
nos llevaba de vuelta al crucero.
-¿Qué
hacemos ahora?
-No
sé… mi repertorio de frases rusas se acabó.
-No
podemos dejar a esa chica ahí encerrada.
Mi mente trabajaba a toda velocidad buscando
una solución, la inercia de las circunstancias conspiraba contra nuestro
impulso libertador. Teníamos una función de teatro esperándonos en el barco, y
al día siguiente, una visita al palacio de verano de Catalina… Llegamos al
puerto, y embarcamos de nuevo en el Poesía. Busqué el buró de informes, y tuve
la suerte de ser atendido por un oficial que hablaba español. Le expliqué en
pocas palabras la situación: había una joven encerrada en una casa de San
Petersburgo. Pareció incrédulo al principio, pero su puesto lo obligaba a
prestarme atención.
-Mire,
no hago esta denuncia por diversión. Yo podría tomar mañana mi excursión
programada, y olvidarme del asunto. Pero hay una mujer encerrada como un animal
en un sótano de esta ciudad, y es mi deber llevar ahí a la policía.
El oficial asimiló finalmente la gravedad
del caso, y llamó al jefe de seguridad a bordo. Este hombre, tras imponerse de
la situación, telefoneó personalmente a la policía rusa. Acordaron enviar un
inspector a primera hora del día siguiente. Esa noche, la adrenalina de la
acción anticipada apenas nos dejó dormir. En cierto momento vi que Cris buscaba
algo en su alhajero, pero el sueño me venció antes de averiguar qué era.
Por la mañana estábamos al pie del cañón
apenas amaneció. No tardaron en avisarnos que la policía rusa nos esperaba ya
en el barco, y pronto estuvimos frente al inspector. Era un rubio severo, con
mirada de hielo. Sus ojos me escrutaron de arriba abajo, y yo le sostuve la
mirada. Pareció suficiente para decidirse a perder la mañana conmigo, por lo
visto. ¿Дом Распутина? Preguntó, y yo afirmé con la
cabeza. No hizo falta más. Salimos juntos del barco y subimos al patrullero que
nos esperaba con dos policías a bordo. El trayecto fue vertiginoso, con la
sirena alarmando innecesariamente la ciudad. Cruzamos el Neva hacia las cúpulas
doradas de San Isaac y el Almirantazgo. En Nevsky prospekt casi chocamos, el
conductor parecía poseído. Con razón dicen que los rusos son temperamentales.
Finalmente llegamos a la casa rosa junto a la antigua vivienda de Rasputín. El
inspector golpeó la aldaba dos veces, y aguardamos. La mirilla se abrió,
dejando ver el rostro desconfiado de Mirka. El diálogo entre ambos fue breve.
La puerta se abrió de mala gana, y los oficiales entraron seguidos por
nosotros.
Cris se adelantó por el pasillo, guiándolos
hacia el dormitorio del fondo sin hacer caso a las protestas indignadas de
Mirka. Tatiana, Ludmilla y Valentina asomaron en camisón por las puertas de sus
dormitorios, mirando a los hombres con expresiones aterrorizadas. El inspector
empujó la puerta sin molestarse en golpear, y entramos en pleno al último
dormitorio. Olga estaba sentada en su cama, la vista fija en un punto
imaginario. Frente a ella la puerta-trampa, de donde no salía ningún ruido. Que
no la haya matado durante la noche, pensé. Los hombres buscaron frenéticamente
en los cajones de la cómoda y la mesa de luz, y al fin hallaron la llave. En
ese momento sentí la mirada de Olga sobre mí, una sonrisita siniestra bailaba
en sus labios. Que no la haya matado. El inspector abrió la puerta-trampa, y
por unos segundos nadie habló.
No había escalera, el hueco estaba oscuro
como un pozo. Nos precipitamos a mirar, al principio no vimos nada. Luego una
cabeza rubia asomó a la luz, y nos miró deslumbrada: era Lena. Estiró los brazos
y la levantamos entre todos; su tez estaba pálida, pero aún así, era bellísima.
Cris se adelantó y rodeó su cuello con una fina cadena de oro, de la cual
pendía el corazón de rubí rescatado de la matrioshka. Nunca lo había usado, por
no disgustarme; ahora lo portaba su legítima dueña. Yo sentí una liberación,
algo como la alegría de una comadrona que asiste un parto: a los dieciocho
años, ella había vuelto a nacer.
Tiempo después paseábamos por el barrio
porteño de los anticuarios; el crucero, y nuestra aventura rusa, empezaban a
difuminarse en el recuerdo. Doblamos por Defensa hacia la plaza y nos
encontramos frente a la tienda de Norna: estaba cerrada, y con los vidrios
llenos de polvo. Una faja con la leyenda “Poder Judicial” clausuraba la entrada.
Miré adentro: unas máscaras colgadas en las paredes parecían llorar la ausencia
de su dueña.
Nos alejamos sin mirar atrás.