-Estamos en el centro.
-Pero no hay gente.
-Es la 1:30. Todos duermen.
En Bogotá, decir “todos duermen” un lunes de noche no es una expresión
relativa, significa absolutamente todos. No he visto un alma en todo el viaje
desde el aeropuerto… creo haber caído en la luna. Bajo mis valijas del taxi y
entro al hotel. Una mujer dormida me entrega la llave de mi habitación y llego
como un meteorito a la cama.
…Aquí debo pasar dos años.
Al día siguiente salgo por la carrera
7ª hacia el Instituto Caro y Cuervo, entre una marea de automóviles y gente.
Qué suerte, me digo, sigo en el planeta Tierra. Allá arriba veo una iglesia
sobre una montaña. Aún no lo sé, pero es el santuario de Monserrate. Hay
lugares para explorar, me digo. Entro a la catedral vieja sobre la avenida y me
encuentro ante un gigantesco ábside barroco, todo de oro… nunca vi algo así. Me
siento un turista, pero no lo soy. Entro al Instituto admirando su estilo
colonial, mas he aquí que ya están todos en clase, y ocupo en silencio el
último asiento. Me resulta extraña la obligación de permanecer en un aula, no
soy alumno desde hace veinte años. Pero vine a estudiar una Maestría ¿o no?
El tercer día encuentro apartamento, y decido mudarme a esa carcaza
vacía. Un taxi me trae desde San Victorino con un colchón recién comprado, pero una manifestación
nos impide llegar. Bajo y cargo el colchón sobre mi cabeza, víctima aún del
soroche… Esa noche, sin embargo, vivo el momento más feliz: por el ventanal del
living se ve el Monserrate iluminado, por fin he logrado mi anhelo de
establecerme lejos de Buenos Aires… al precio de no ver a mis seres queridos.
¡Vaya estúpido!
El Instituto es exigente, no es chiste seguir el ritmo a los profesores
en las siete materias del primer año. Algunos compañeros abandonan, yo sigo por
empecinamiento, para no cortar mi cordón umbilical con este país que ya es mi
segundo hogar. Por las tardes ando perdido… la montaña corta como un muro la
avenida 19, bajo un cielo de plomo goteante… subo por la circunvalar en bus,
atravesando un bosque vertical, luego bajo otra vez a la entraña hedionda de la
ciudad, la avenida Caracas… prostitutas y travestis se concentran allí, como si
un instinto los arrastrara al nivel más bajo, para no desentonar con su
actividad. Equidistante de ambos mundos, la montaña fría y el lupanar cálido,
la carrera 7ª representa la normalidad. Temperatura neutra. Allí salen de paseo
cada domingo las familias y los ciclistas, entre vendedores ambulantes y mimos…
No sé cocinar. Salgo, pues, hambriento, a la ventura culinaria. Desfilo
frente a los restaurantes abierto a la tentación… manjares imposibles para mi
paladar me lanzan invitaciones irrisorias… pollos anaranjados, arepas, chorizos
grises, empanadas amarillas… ¡patacones!
Sin palabras. Como poco y bajo de peso, cinco kilos en dos meses.
Raro sol. Aparece poco, pero fulmina. Estoy en el parque lineal El
Virrey, leyendo sobre la grama. Quiero huir del gris, quiero huir de la soledad
que me encoge el corazón. En esta franja de luz soy feliz, contemplando cómo el
sol bajo trasmuta el pasto en oro verde. A última hora paso frío, y vuelvo a
casa con tos. He pescado un catarro.
Bien lo dijo Saint Exúpery, el viaje vale por los lazos que crea. En las
interminables sesiones de ajedrez del club Lasker hice un amigo, el poeta Guido
Arriaga. Tristes caminamos la ciudad
en el invierno bogotano, compartiendo nuestro fervor literario. Sus
compatriotas no conocen a este vate oscuro y exquisito, pero yo lo he
descubierto. Los poemas de Guido merecen una edición miniada, o para decirlo
con un verso suyo, que daría envidia a Góngora: el oro en la diáfana errata.
Una noche… una noche toda llena de perfumes, de murmullos y de música de
alas… vuelvo a casa por la
Candelaria , de contra viene una mujer menuda de rostro
atractivo. Sin dudar la encaro, animado por la hora solitaria. Ella camina
junto a mí, no se muestra asustada. Entramos a un pub oscuro y nos sentamos al
fondo, dispuestos a una charla íntima. María Trinidad es su nombre. Zas, me
digo, otra cristiana. Pero no me desanimo por eso. Sin mayores preámbulos, le
pido un beso.
-Yo no hago esas cosas –me dice- sólo
me dedico a Cristo.
Su cara sigue cerca de la mía, de modo que rozo sus labios con
delicadeza evitando ofenderla. Para mi sorpresa, ella invade mi boca con toda
su lengua, haciendo a un lado su papel de mosquita muerta. ¿Con que ésas
tenemos? Me la llevo a casa, si puedo llamar así a cuatro paredes frías sin
soplo alguno de vida. Allí hacemos el amor sobre una silla, sobre la cama, una
vez, dos veces…es tan liviana que puedo manejarla a mi antojo.
María Trinidad es india huitoto, vivió hasta los veinticinco en su
pueblo de Chorrera, en plena selva. Sabe los cantos tribales, y apenas abandonó
la costumbre de andar descalza al emigrar a Bogotá hace diez años. Puedo
atestiguar, sin embargo, que haciendo el amor no se diferencia de cualquier
mujer de ciudad… la desnudez nos iguala a todos, masters en literatura o no.
Por algunas semanas conviví con esta selvícola, su voz de pájaro sonaba extraña
entre las paredes frías de mi apartamento. Sentí tristeza por esta relación sin
futuro, ambos pertenecíamos a mundos diferentes. Debí soltarla con pena, mi
apartamento quedó lleno de cabellos negros que parecían plumas…
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